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Por Diana Dimerman

En la oscuridad de su celda, tapado con una manta deshilachada y sucia, se retorcía recordando su infame delito. Pero no sufría por lo que hizo, sufría por estar encerrado por no haber sido lo suficientemente inteligente para desaparecer a tiempo. Sin arrepentimiento, solo se compadecía.

Lejos de esa cárcel en una humilde vivienda de un barrio obrero una familia velaba los restos de su joven hija violada y asesinada.

El dolor revolotea sobre la humanidad.

Qué elegiría esa madre a la que le arrebataron su hija la pena o la nada, yo creo que su propia muerte.

Y el asesino que llora en su mugriento catre, ni se lo cuestiona.

Y yo que elijo, vienen a mi mente todos mis pesares, los más dolorosos esos que marcaron de por vida mi cuerpo y mi alma, esas cicatrices que no puedo esconder ni siquiera de mí misma y otros que con el tiempo vas dejando atrás, olvidados, transformados en experiencia y sabiduría.

Con la muerte ya no queda elección, pero el dolor, el sufrimiento la angustia, también son la vida.

Me quedo con la vida y que venga lo que sea, pondré el pecho como siempre y seguiré gambeteando las penas.

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