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Por José Charbit

Alumbraba, como viniendo de lejos. Fue el amor más grande que tuve en mi vida, de esos amores que no se destiñen con la primera lluvia, sino que por otros tantos inviernos y aún después de las heladas, siguen calentando.

Nadábamos juntos en medio del océano. Ella, cuidándome, para que no me hunda, que siga flotando. Si me ahogaba, nos perdíamos los dos, para siempre. Solo de pensar que no la vería más, resistía con todas mis fuerzas. Y ella en silencio me daba más fuerza todavía. Solo su mirada me alcanzaba para seguir luchando, sus ojos negros lo decían todo, eran como dos luceros, que sin hablar me indicaban cómo no hundirme.

La piedra verde, posiblemente, era Talia.

Cada vez que la miraba, me hablaba, me contaba cosas de ella. Por intermedio de aquella, sabía como estaba: sus emociones, sus tristezas, sus alegrías, sus cosas de todos los días.  Sus viernes en su casa. Creo que tenía magia. Sino, como es posible, que a través de una piedra  supiera todo acerca de ella.

Me la regaló para mi cumpleaños, dentro de un llavero, este hace rato que se rompió, pero la piedra sobrevivió. Y por ella, Talia vivía conmigo. Pero ella ya no está en mi vida, tampoco la piedra verde.  Alguien la robó, se perdió, se fue. Que no daría por esa piedra iluminada, incluso si la encontrara bajo la cama, golpeada, también me alegraría.

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