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Por Mavira Gutt

La vida es un camino inundado de opciones, dudas y encrucijadas.

La clave, dicen, es aprender a nadar entre ellas.

Autosabotaje. Sonó como una mofa a un alma en pena. Retumbó como una condena de muerte. Estremeció como el sonar de fusiles en el paredón, ardió como el cuello al filo de la guillotina.

Félix, humillado y apabullado, decidió vengarse de esa constatación y no regresó al consultorio. “Unos pesos menos fijos después de tres años, lo harán tratar mejor a sus pacientes”, confabuló con la herida al rojo vivo. Era de esos hombres de mediana edad, que llamaríamos “a la antigua” o tal vez, los millennials y centennials, llamarían retrógrado.

A regañadientes trató de escuchar con oídos atentos y desacomplejados formas alternativas para ser una mejor persona. Cada semana buscaba uno de esos videos motivacionales en Youtube o compraba un libro en Kindle en el que hablaban de salir de la zona de confort, de autoanalizarse sobre las actitudes de autosabotaje y de encontrar estrategias de autovaloración. Desde Mindfulness, Mantra Ho’oponopono hasta Performance Coaching. Cada uno, sin falta, terminaba en risas y llanto. Las lágrimas eran por el tiempo perdido y el dinero que fue más gasto que inversión. Las risas, en cambio, por lo que diría su padre si lo viera en esas. En realidad, había sido parte del proceso de reprogramación e introspección de su infructuosa terapia.

A pesar de todo, Félix sacó una buena conclusión de ello. No era un pesimista ni depresivo con tendencias suicidas.

Le gustaba sentarse a terracear y ver a las personas pasar. Era su única forma de socializar sin comprometerse y sin crear lazos que calificaba vanos. Podía mirar, observar y contemplar por horas. Los cafés se acumulaban en la mesa y los cristales de azúcar se pegaban en la madera invitando a hormigas y pájaros a una pruebita.

Una mañana otoñal llegó metódicamente a su mesa habitual. Le asqueó el hecho de no ser el primero en ocuparla. Le irritó aún más ver las huellas de otro ser en su esquina impoluta. En repuesta a la ofensa, se resistió.

No le daría a nadie la satisfacción de desplazarse por la invasión de su mesa predilecta. Se sentó quejumbroso y fastidiado con la delicadeza de un mastodonte. Su actitud infantil más que en protesta mermó al ver posado en la mesa un periódico gastado. Gastado no por viejo sino por la función que le dio su antiguo propietario. Un bosquejo de ideas. En un ojear, se leían en letras azules vibrantes en múltiples direcciones lo que parecerían acertijos y divagaciones. Félix, al enfocar la mirada con atención religiosa, se dio cuenta que aquel personaje que plasmó esas palabras era lejos de ser un desquiciado. El mesero lo interrumpió agresivamente al tratar de recoger el diario. Como un niño pequeño al que le quitan un dulce se lo rapó y le dijo que recogiera todo menos el periódico que aprehendió con fuerza en sus manos.

Mientras esperaba su sagrado café italiano, dejó los garabatos por un momento para ver a los pobres dueños sacar a sus perros a cagar. La intriga de las letras azules le impidió compadecerse por ellos: salir sin estar realmente despiertos ni conscientes de su existencia para llevar a un animal a ir a hacer del cuerpo. Se sentía mal al pensar que ese podría ser el primer olor de cada día. A veces eso le sacaba una sonrisa engreída. “Siempre hay alguien que la tiene peor que tú”, pensaba. Precisamente esa mañana, el café se demoró más de lo normal. La espera se hizo eterna y la tarea de descubrir qué historia había detrás de esas letras no se hacía esperar. Cuando por fin llegó, unos veinte minutos más tarde, Félix lo recibió con un gesto tosco y una cara de desaprobación. Esta vez no dejó rastros de azúcar para sus hormigas ni sus pájaros. Quería estar completamente solo.

Empezó a leer en diagonal para encontrar un orden. En todo hay una cronología, una guía, una linealidad. Se desesperó al no encontrar nada. Entonces sí era un desquiciado. Otra pérdida de energía, un punto más para la úlcera y una satisfacción más para el terapeuta. Indignado volvió a empezar. Ahora con ojos más abiertos y afilados. Leyó, releyó, analizó e interpretó. El café se había enfriado y no había pasado de dos sorbos. ¡Eureka! “Si fuésemos menos realistas y menos conscientes…”, pensó. Era un desahogo y una limpieza mental. Alguien, seguramente sin tres años de terapia, era tan práctico que sabía que para depurar la mente de lamentaciones, flagelaciones, rabias y culpas solo había que escribir. Como dicen muchos, las palabras se las lleva el viento y los dolores se irían con ellas.

Dejó su café helado servido y unas monedas como aquel personaje antes que él. Así el siguiente pasante sabría que hubo otro antes que él. Pero el periódico lo botó en la basura. Creyó hacerle un favor cómplice a aquel que olvidó su diario a merced de cualquier inescrupuloso. Se sentía agradecido con quien quiera que fuese. Había logrado lo que la terapia, los videos y los libros no habían podido en tanto tiempo. Encontrar un antídoto a su “condición”.

No se avergonzó en coger sus antiguos libros de cómics para convertirlos en diarios. Sentía una cierta picardía transformar sus pasatiempos y fantasías infantiles en lienzos de su realidad adulta.

El café perdió su cliente y el parque de los patos ganó un visitante. Al son del agua, el viento cambiante, las hojas secas y los granos de maíz que lanzaban los niños a los animales, Félix garabateaba sin parar. Sobre todo, sus críticas y resentimientos a este mundo que le tocó vivir.

Un mundo que todos llaman en vía de extinción, pero sin responsabilizarse por ello. Pues todos pusimos un granito de arena para hacerlo correr hacia el abismo. Sonrió por esos dueños que se esfuerzan en pasear a sus perros cada mañana; tal vez sea la mejor forma de mostrarles su afecto. Se dio palmadas en la espalda por las mínimas cosas que él hace y que los demás no hacen si no los obligan:

-No botar un paquete en el piso si tienes una caneca al lado.

-Dejar salir a los pasajeros del tren antes de entrar tú.

-Organizar la ropa para donarla a los necesitados.

-Darles agua y comida a los animales callejeros.

-Guiar al turista perdido.

-Usar bolsas de tela en el supermercado.

-Hacer compras más conscientes.

-Controlar el desperdicio del agua.

-Una larga lista colgada en la nevera que no dejaría de crecer.

Félix encontró una estrategia para auto-valorarse sin gastar un centavo. Añadir actos de humildad y civilidad que cumplir para sentirse cada vez más liviano y satisfecho consigo mismo. Sería más humano cada día y con cada hecho, le daría un granito de humanidad a esta realidad distópica y mórbida en la que ser realmente humano es contraproducente.

Al final, vivir por el simple hecho de existir, sería una carga digna de llevar.

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