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Por Nelson Gilboa

Nos conocimos en el aeropuerto Internacional de Barajas, los dos esperábamos conexiones diferentes, el para Buenos Aires y yo para Montevideo. Intercambiamos un cigarrillo, en el ridículo cubículo destinado para ello.

Joven bien parecido, de cuerpo atlético y brazos tatuados, llamaba la atención una cicatriz profunda que tenía en la ceja izquierda y en el labio superior, supuse que fue por alguna riña callejera. Aunque no tuve que preguntar para saber la causa…

Como nuestros vuelos se atrasaban, ambos quedamos expuestos al aburrimiento, sentados uno frente al otro. Inicie la charla, no recuerdo cuál fue mi pretexto. Me resultó comunicativo, o es que él llego a las mismas conclusiones que yo, de sacarle partido a una situación fastidiosa y amenizarla con algún relato inédito. Sin temores por lo que uno revela, porque se trataba de “un encuentro pasajero”. 

Se interesó por la vida en Israel, en particular por el kibutz. Entendí por la pregunta, que era de tendencia socialista. Le expliqué que por desgracia «los dinosaurios se extinguieron”.  Aunque puede que algún ejemplar aún languidezca en los arenales, pero está predestinado a convertirse en una pieza de museo. Tuve que retroceder varios años atrás a mi memoria para relatarle cómo funcionaba esa quimera transicional, que una vez fue uno de los pilares de la gestación del estado.   

Traté de ser un buen embajador para Israel, aunque hoy estaba muy lejos de ser mi modelo preferido para defenderlo con ahínco. 

A medida que el tiempo transcurría nos hicimos confidentes, yo contaba alguna aventura y recibía la misma moneda y terminábamos riendo.

Aunque le costó aceptarlo, era un perfecto gigoló. La plata no era su problema, tenía una veterana rica, heredera de una pequeña fortuna a la que él dedicaba sus caricias y en eso consistía todo su esfuerzo físico para ganarse el sustento… y algo más. 

De vez en cuando se escapaba de Italia con la excusa de visitar a sus familiares en Argentina. Por el acento intuí que era de origen cordobés.

A medida que tomábamos confianza se intensificaron las preguntas personales.

Nunca imagine hasta donde podía llegar esa confidencia de dos aburridos “matando el tiempo” … hasta la revelación de un crimen y no solo uno, ¿fueron dos o más?

Fue una de esas preguntas tontas con mi “boca grande” que me lleva a veces a escuchar relatos que no me interesan. Uno de esos deslices de los que uno se arrepiente inmediatamente, como después de formular una pregunta a un especialista sobre algo que no tenés la más mínima idea y comienza a empacharte con porciones suculentas de información que sos incapaz de digerir. Y solo te queda menear la cabeza tontamente, haciéndote el entendido, para no decepcionar al erudito. Comenzó así: 

«La conocí en un bar. Me ofreció compartir un porro y más tarde me invitó a su hotel. No me costó mucho decidirme -“borracho y fumado”- mi cabeza daba vueltas y mi cuerpo se apoyaba en ella para caminar. Me desperté y estaba solo en la habitación, pero en mi bolsillo había algunos billetes.

Por lo visto se apuntó mi número de teléfono porque me llamo al otro día. A mí me faltaba el dinero en esos días de emigrante y a ella le sobraba. Así comenzó nuestra intimidad.

Los encuentros fueron reservados porque estaba casada y quería guardar las apariencias de mujer fiel. Más tarde confesó que desde que me conoció estaba trastornada y si antes esperaba pacientemente  que falleciera su marido, ahora tenía prisa por heredar y disfrutar de lo que le quedaba. El corazón de su esposo no era el de los mejores, fallaba, pero ella no podía esperar hasta que ese cuerpo decidiera transformarse en un cadáver. A menudo lo internaba en una clínica privada para observación.

Me pidió que la ayudara a desembarazarse de él. Ella haría todo, solo tenía que controlar que nadie entrara de repente y la sorprendiera poniendo gotas letales. La clínica sería el escenario perfecto para un paro cardíaco. Le suministraba pequeñas dosis para no delatarse. Al mejor estilo de *Teofanía d`Adamo, conocida como La Tofana, italiana de Sicilia, que se le atribuían en el siglo XVII, más de seiscientas víctimas por encargo.

Sospeché que la dosificación comenzó mucho antes de hacerme partícipe, y el cardiólogo me parecía cómplice.

Por el gesto de resignación al hablar, se me antojó que quería justificarse, como si no pudiera cambiar el curso de lo que relataría después y continúo: 

Y es así que en corto tiempo, se encaminó a los cielos dejando a una “triste” y rica heredera. En su relato hizo una pausa para beber un trago de agua, yo lo imité, me ayudó para digerir el “bocado”. Desvió su mirada al brazo izquierdo tatuado con una calavera.

Antes de desearme buen viaje agregó: 

«Lo que mas duele es su hijo adoptivo, era un buen chico. Sospechó de nosotros y no podía arriesgarme a que nos denunciara. Pobre, se resbaló del balcón… -finalizó- y se tocó la ceja partida, en un desliz freudiano.

* El veneno agua tofana (acqua toffana en italiano) tomó su nombre de Giulia Toffana, una envenenadora famosa en la isla de Sicilia, que proveía de él a mujeres que querían deshacerse de sus maridos. Fue descubierta por una clienta que hizo mal uso del veneno, y más tarde fue torturada y ejecutada en 1633.

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5 thoughts on “Acqua Toffana*

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