Apareció en el barrio unos dos años atrás. Al principio todos le teníamos miedo, pero con el tiempo nos fuimos acostumbrando a verlo sentado en algún zaguán o pidiendo comida en la fonda de la esquina. Dormía en la placita de la cortada en un banco destartalado, que después un vecino le arregló para que estuviera más cómodo.
Se llamaba José, tendría unos cincuenta años, caminaba derechito, muy delgado, con un pucho siempre en la boca. Su rostro tostado por el sol con surcos marcados de tristezas y llantos, sus ropas gastadas y remendadas, pero al mismo tiempo prolijo, limpio, se bañaba en la estación de servicio y en los inviernos lo dejaban dormir al reparo.
De la ventana de mi cuarto lo veía caminando por el barrio, a veces sin sentido como para hacer algo, iba y venía, empezó a llevarles las bolsas de la feria a las vecinas para que le den unas monedas. Vigilaba a los chicos cuando cruzaban la avenida volviendo del colegio, los cuidaba, ya no le temían, al contrario.
Hasta le vendó el tobillo a Carlitos el hijo del ferretero que se lo torció jugando al fútbol en la cortada, una obra de arte decían los vecinos, ni en la salita de primeros auxilios lo iban a vendar tan bien.
Llegó un momento en que no fue novedad, formaba parte del paisaje urbano, los vecinos le daban comida y abrigo.
Yo comencé a cursar mi última materia en la facultad de noche para poder trabajar, bajaba del colectivo a eso de las once y tenía que caminar dos cuadras hasta casa, no eran épocas peligrosas, pero había que cuidarse, me daba un poco de miedo caminar a esa hora, pero lo hacía rápido.
Una noche, José estaba en la parada, me siguió hasta casa, cuando llegué a la puerta se detuvo unos metros detrás, esperó a que la abra y cuando ya estuve adentro él se dio media vuelta y se fue. Me quede viendo cómo se alejaba detrás de la reja, ya segura en casa, José se dio vuelta y levanto la mano saludándome, y siguió su camino hacia la placita.
Durante unas semanas cada vez que bajaba del colectivo José estaba allí, esperándome y siguiéndome hasta casa, y siempre la misma rutina esperaba que entre, y se alejaba sin decir palabra, pero con una sonrisa, y yo caminaba tranquila ya no corría.
Una noche, baje del colectivo y me acerque a él.
¿Caminamos juntos? -le pregunté-.
Se quedó mirándome asombrado y sonrió.
-¿No te da vergüenza caminar conmigo?- me preguntó despacito. Nunca había escuchado su voz, era agradable, segura, tenía un tono de locutor de radio.
-Al contrario, me acompañas todas las noches hasta casa, te estoy muy agradecida- contesté.
-Por lo menos caminemos charlando- ya la curiosidad me carcomía… ¿quién había sido José?
Su imagen era contradictoria, una mezcla de linyera y hippie, su andar no era de alguien derrumbado, acabado, no tenía dinero, no tenía donde vivir, pero como si hubiese elegido esa vida con convicción, hasta con complacencia, con dignidad.
En nuestras primeras charlas, yo le preguntaba sin parar, si tenía familia, donde había vivido, de que había trabajado, me contestaba con monosílabos, me di cuenta que le molestaba hablar de él mismo. Entonces cambie de táctica y le hablaba del barrio, de los vecinos, le contaba alguna cosa de mis estudios y eso fue lo que más le intereso, él comenzó a preguntarme ¿por qué estudio Arquitectura? ¿Qué era más importante la funcionalidad o la estética?
Cuando me hizo esa pregunta me di cuenta que no era lo que aparentaba, de ahí en más nuestras conversaciones fueron más amplias, más interesantes. José era un tipo con estudios, estaba convencida de eso.
El último día de clases le avisé que ya no volvería tarde, que no me esperase en la parada. Se entristeció, pero me felicitó con sinceridad.
Al poco tiempo recibí mi diploma, extrañaba las charlas con José y sentí que le debía mucho. Tomé ese rollito tan ansiado con la cinta albiceleste, y me fui a la placita a mostrárselo. Lo encontré tirado en el banco tiritando de fiebre.
Fui a mi casa corriendo y le conté a la situación a mi padre. Volvimos a buscarlo con el auto y lo llevamos al hospital.
Cuando llegamos a la guardia, una enfermera me pidió los datos. Le pregunté a José su apellido y me dijo García, en ese momento pensé que me mentía, pero completé la planilla con el nombre que me dio, y en el lugar de la dirección puse la mía.
Nos quedamos esperando para ver que decía el médico, cuando salió una enfermera llamando por su nombre nos levantamos de la sala de espera con él y lo acompañamos, la mujer lo miró extrañada, escudriñándolo y en el box de atención de urgencias el médico cuando lo vio grito: ¡Doctor García, lo creímos muerto!
Nos pidieron que esperáramos afuera. Mi padre no salía de su asombro, pero yo no: sabía que José no era un desahuciado más. Me moría por saber su historia. Elucubré millones de hipótesis.
Lo dejaron internado, tenía neumonía, ya no era José el de la placita, ahora era el Doctor García.
Dos días después fui a visitarlo al hospital, cuando me acerqué a su habitación estaba rodeado por su familia. No entré, solo me fijé en su rostro, era otra persona.
Cuando salía del hospital me crucé con el médico que lo atendió en la guardia, no podía dejar pasar esta oportunidad.
-Disculpe doctor Franco… ¿me recuerda? -le pregunté muy ansiosa.
-Por supuesto. Trajeron al doctor García a la guardia… -contestó con amabilidad.
-¿Qué le pasó? ¿Por qué terminó viviendo en la calle? -pregunté con real curiosidad.
-¿Te acordás del choque de trenes a Chascomús? El iba en uno de los trenes con su hija. Ella murió y todos pensamos que él también, su cuerpo no se encontró. Creímos que se incineró en el incendio… debió enloquecer de dolor -contestó apenado.
-Y de culpa- pensé yo, por no morir en lugar de su hija.
-¿Era muy pequeña? – indagué.
-No, estaba por recibirse de Arquitecta- respondió.
Por el alto parlante llamaban al doctor Franco con urgencia, se despidió poniendo su mano en mi hombro y salió corriendo.
Me quedé algo mareada, no me esperaba esa respuesta, esa coincidencia.
No lo volvimos a ver, pero nadie en el barrio olvidó a José.
Excelente relato. ¡Felicidades!