-No te asustes si encontrás un trozo de oreja en la nieve –me alertó un compañero.
Sonreí ante la advertencia. Será un bautismo para inmigrantes, pensé.
Salí con prisa antes de entrar en la otra fábrica. En Canadá, siempre era de noche.
-¿Tenés frío? –me pregunté a mi misma.
-No –respondí apresurando el paso.
Una se acostumbra. Al paisaje albino, a las pausas prolongadas del silencio y a la eternidad con que la nieve se muestra, sin sospechar que podríamos ser lava de volcán.
Algo de repente aletargó mi marcha. Un frío que de verdad, ardió en mis entrañas: el de la piel de las caricias que se extrañan, el del vacío que invaden las ausencias, el frío del idioma que se entiende sin comprender, la avalancha de abrazos postergados.
Entré a la fábrica. Toqué mi oreja derecha y me quité la escarcha.
-¿Estás bien? –me preguntó otra limpiadora latina.
-¿A vos no te emociona la nieve? –repliqué-. Y comencé a limpiar.