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Por Ricardo Lapin

No se rían, aunque pelado y barrigón en mis veintitantos años tenía un excelente estado físico. Aunque no me crean, pasé los exámenes y me aceptaron entonces en uno de los ensambles de danza moderna más exigentes del mundo:  el “laboratorio de Danza Experimental” del afamado coreógrafo y bailarín Jean-Luc Foisson.

Creo que los reclutas marines no pasan lo que pasamos en el período de instrucción.

Las exigencias de Jean-Luc eran geniales, pero descabelladas. Al cabo de un año, ante una nueva idea y mise-en-escéne, comenzaba una nueva serie de ensayos que exigían fuerzas internas y físicas descomunales.  Para ese segundo año sobrevivimos quince miembros, devotos del genial maestro, pero a su vez sedientos de sus escasos complimientos o buenas críticas.

Los ensambles reconocidos son ámbitos con mucho ego y pronto surgieron rivalidades, fruto de la competencia que nacía de las exigencias sin fin de Jean-Luc.  Yo estaba en un buen lugar, ya que poseía una agilidad y fuerzas felinas, lo que me hizo acreedor tres veces de su aplauso, cosa que mis colegas de escenario no me perdonarían.

Uno competía conmigo en estado físico y capacidades acrobáticas, Renzo Apicciafuocco, pero llegado al punto de expresividad y dramatismo, su cuerpo era mudo: era un bloque contracturado de tendones y músculos abultados, con cero capacidad expresiva. Todos lo percibían y los alaridos que recibía de Jean-Luc lo confirmaban y así, sus miradas y palabras de odio en dialecto calabrés -que me dirigía- abrieron un abismo entre nosotros.

Sin ser su pareja, compartía ese odio visceral hacia mí una de las dotadas bailarinas del ensamble, la pelirroja Gerta von Shpeck. De ojos verdes y cuerpo escultural, tenía delirios de grandeza, de ser la número uno del grupo y si bien su destreza la convertía en la mejor danzarina, yo gozaba aún de sonrisas de aprobación del maestro que le hacían salir fuego de sus ojos, un par de brasas esmeraldas. Había sucios comentarios de ambos camaradas de danza camino al vestuario en cruces nada casuales en los pasillos, cada uno a su modo, y a ambos yo los ninguneaba con una feliz sonrisa por toda respuesta. Pero sabía que buscaban verme caer, en lo posible en forma vergonzosa y estrepitosa, y que sería iniciativa perversa de ambos, en conjunto o por separado.

Yo siempre estaba alerta, dentro del Laboratorio como fuera de él. Renzo envió una vez a una muchacha asiática muy joven y bella para seducirme, pero sin muchas luces, y en la charla hacia una discoteca percibí que sabía cosas de mí, así que la dejé encerrada en el baño de la discoteca, enviando saludos cordiales a su operante. Gerta fue más directa y al terminar un ensayo me dijo, cerca de mi oído, que estaba cercano el día que me castraría con sus propios dientes, a lo que le contesté que le pregunte a Renzo que le pasó a la chica que me envió, con intenciones similares.

Una tarde, llegamos al ensayo inicial de una nueva obra de Jean-Luc. En semicírculo sobre el escenario, el Maestro nos dijo: “Hoy improvisarán como precalentamiento para la nueva obra, actuarán con 2 elementos”.  Se subió al escenario y repartió máscaras de la “Commedia dell’Arte”, eligiendo la máscara para cada uno. Alguien preguntó: “¿Y el segundo elemento?”

Sin pestañar, Jean-Luc indicó: “Quítense las ropas y déjenlas bajo la paduga. Danzarán desnudos y con las máscaras en el rostro”. Una nube de protestas y sorpresa surgió del grupo. El Maestro pegó un grito: “¡Sois parte de un grupo de Danza de Vanguardia! Trabajamos con el cuerpo, y quien guarde complejos o miedos… allí está la puerta de salida. ¡Merde!”

Nos fuimos al fondo del escenario a desvestirnos y volvimos cubiertos solo con las máscaras, pero descubiertos en nuestra desnudez. Yo recibí a “Brighella”, el bufón pícaro, y todos cruzamos miradas vergonzosas de ver y mostrar nuestros culos y sexos, senos y barrigas, cicatrices y verrugas. Ví la sonrisa maligna de Renzo, con la máscara de “il capitano”, tan adecuada para un fanfarrón y cobarde. Tenía los ojos clavados en mí y lo mismo Gerta, tras su máscara de “Colombina”, exhibiendo orgullosa su cuerpo de Amazonas o Venus.  Supe que sería atacado de algún modo, y afilé mis sentidos.

Jean-Luc puso 5 sillas en lugares del escenario y aplaudió dos veces: “Avec passion et plaisir, dansez et improvisez!! Avant!!”.  Comenzamos a bailar y supe que Renzo vendría hacia mí, por lo que mis movimientos eran lentos para dominar y controlar mi entorno. Ví de reojo a Gerta saltar en círculos “Grand jeté” entre las sillas y las personas, pero con una sonrisa de araña en su rostro. Giraba por el escenario con rapidez para que la pierda de vista entre los movimientos de los demás: una masa de cuerpos desnudos con máscaras blancas, como las olas de un mar humano. Pero quebré su mimetismo al concentrarme en su cabellera pelirroja. Ví a Renzo acercarse peligrosamente a saltos, la furia dominando sus mandíbulas desencajadas. Como un resorte pasé de mis movimientos lentos a saltos en “pas couru”, levitando del piso por la velocidad, y percibiendo entre giros de cabeza a “Il Capitano” en persecución frenética tras de mí. Pasé nueva y repentinamente a movimientos lentos, y cuando Renzo estaba a punto de embestirme pivoteé y por su inercia y velocidad pasó a mi lado, donde le propiné velozmente un codazo en la columna y un golpe de nudillos con mi otra mano en el codo derecho. Todo fue en segundos, y yo escapé velozmente en saltos de “Grand Battement”, sobre un pie. Alcancé a ver a Renzo inmóvil, aferrando su codo en un rictus de dolor. Fue en el preciso instante que mi mirada barrió el escenario buscando a mi pelirroja Colombina. La encontré a escasos dos metros avanzando en “Retiré”, posición con la rodilla doblada en máxima flexión, lo que permitía propinar repentinamente una brutal patada. En apariencia improvisaba interactuando (¿o simplemente escondida?) con “Polichinella” y “Arlecchino”. Jean-Luc ordenó de pronto: “¡A sentarse en las sillas!” Alcancé a arrojarme sobre la silla más cercana, cayendo sentado despatarrado en la punta de ella. Ví a Gerta avanzar en un salto hacia mí, con su pierna derecha como una lanza, su pie en posición “point”, apuntando directamente a mis genitales. En el último instante conseguí atraparle el pie con mis manos, haciéndola casi perder el equilibrio. Intentó liberar su pie sacudiéndolo frenéticamente, pero así como mi experiencia juvenil en yudo me ayudó a esquivar y contraatacar a Renzo, le hice una llave al pie de Gerta que la obligó a dar saltos en su único pie para no caer. Jean-Luc captó la situación y me gritó “¡Suéltala ya mismo!”. Todos pararon sus movimientos y giraron hacia nosotros: Gerta saltando en un pie, maldiciendo y resoplando, mientras yo sentado sostenía atrapado su otro pie.

“¡¡Suéltala te dije, maudit chien!!” vociferó. Mi mirada se cruzó con la de Gerta, odio y furia verde salían como llamaradas de la máscara de Colombina, y comenzó a gritarme e insultarme en alemán. Estuve a la defensiva hasta oír los ladridos en alemán: eso liberó algún malvado demonio dentro mío. Cerré la llave sobre su tobillo con mi brazo izquierdo– entre una lluvia de gritos en alemán, francés y otras lenguas- y con mi mano derecha comencé a hacerle cosquillas en la planta del pie atrapado. Una carcajada terrible sonó como un látigo y tapó el griterío, y Gerta se desplomó ruidosamente sobre el escenario de madera. Su boca mostraba un dolor atroz de la caída incontrolada: quizás se pegó feo en el omóplato o la cadera, o en la cabeza y la columna, o quizás en varios lugares. Aún tenía aferrado su pie. “¡¡¡Laisse-la partir, putain!!!” Como respuesta instintiva a Jean-Luc seguí haciendole cosquillas en el pie. Gerta se contrajo en una mezcla de alaridos y carcajadas, de contracciones y espasmos en el piso como un animal herido. Arrojé su pie con fuerza al piso, recibiendo un feo golpe en el talón, y el griterío se apagó cuando me puse de pie. Avancé hacia el cuerpo maltrecho y dolorido de Gerta, parándome entre sus dos piernas. Hice un repentino amague de propinarle una feroz patada en su sexo, levantando una ola de recriminaciones y gritos, mientras Gerta se contraía en posición fetal como una ostra, devolví lentamente mi pie, como en cámara lenta.

“¡Fuera de mi Taller, imbécil!” me gritó Jean-Luc. Avancé hacia él y todos se abrieron a hacia los costados; el Maestro retrocedió unos pasos ante mi acercamiento. Leí el pánico en su rostro y le dije “Usted decidió esta Mascarada, usted es responsable del resultado. Y puede besarme el trasero, Maestro.” Dicho esto me saqué la máscara de bufón y se la tiré a sus pies. Giré en dirección a mi bulto de ropa cuando percibí el ruido de zancadas en el escenario de madera: ¡Renzo venía en carrera a por mí! Me agaché levemente y lo esperé de perfil. No tenía ropas como para las tomas de yudo, así que esquivando el impacto de su puño lo tomé por el pelo y lo arrojé como a un arlequín contra el piso, seguido de varias patadas a la máscara. Tras los aullidos, comenzaron a correr unos hilos de sangre de la narizota machucada del “Capitano”. Entre maldiciones en calabrés, me vestí y me fui del Laboratorio de Danza Experimental para

no volver a bailar nunca más. Odio los bailes de disfraces y carnavales diversos, pero algo aprendí de esa maldita experiencia: se está más desnudo con la cara al descubierto que con el cuerpo desvestido.

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