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Por Ricardo Lapin

No sé por dónde comenzar, porque la historia es larga como la infamia o la impunidad. Digamos que la discusión comenzó con el esposo de una amiga, un ser algo chato, machista y fanático del fútbol. Algo se dijo sobre el próximo mundial, hubo un comentario despectivo mío, y ahí se armó. Él comenzó a faltarme el respeto, mi amiga intentó calmar los ánimos y yo ya no pude más y le solté en la cara: “¿Tú crees que es casualidad que todas las dictaduras promueven el fútbol para idiotizar a la gente? ¡Familias no tienen para comida o leche para sus hijos, pero la entrada al partido de la semana es sagrada!”

Él legó que es pasión en toda Europa, que no son naciones dictatoriales ni tercermundistas. Y que yo era una engreída, ilustrada y elitista, que miraba al populacho desde arriba y que -si algún deporte me causaba interés- quizás sería el golf, el voley o el polo.

Se quedó mirándome con una sonrisa sobradora del otro lado de la mesa y allí me perdí, me descontrolé… carajo. Tomé el cuchillo filoso de cortar el pan negro y aún sentada, las mejillas ardiendo, giré hacia él. Su sonrisa se trastocó en pánico y mi amiga soltó un grito: “¡Mirta, por Dios!”. Las mesas de alrededor callaron, giraron sus miradas. Yo seguí con la mía fija en él y hablé con furiosa calma, mientras  un mozo petrificado se mordía los labios:

-Escuchame bien, imbécil.  Te voy a contar una historia personal y si después te seguís burlando, te juro por mis hijos que te arranco los ojos con este cuchilo”.

“En la década de los 70, en Argentina, yo era una joven universitaria.

Éramos de izquierda, creíamos en un mundo mejor y más justo y el Che Guevara era nuestro guía.  Rubén, mi novio estaba en una organización armada y cuando fue el golpe militar de 1976 nos tuvimos que ocultar. Hubo una guerra sucia entre ejército, guerrilla y paramilitares. Hubo tiroteos y delaciones. Hubo un jefe miserable llamado Firmenich que dijo “todos se quedan en sus puestos” y él se escapó con su familia al extranjero.

A Rubén lo mataron a fines de 1977 y a los diez días me atraparon a mí.

Yo no era guerrillera aunque los conocía a todos en la universidad y me llevaron a un “chupadero” donde comenzaron las torturas. Si alguien delataba, eras acusado de traidor y condenado a muerte. Ni siquiera había como en todo grupo ilegal del planeta la ley de aguantar 24 horas para dar tiempo a gente a escapar y luego soltar algo para aliviar la tortura… temporalmente.

No, esos hijos de puta creían desde México o Cuba, que no se habla, que se es Superman… Hay gente que tiene un límite alto de aguante al dolor y aun así terminan quebrados. Yo soy una pobre mosca, lo admito, no soporto el dolor ni el frío extremo ni las cosquillas… nada. Pero me llamaba Mirta Nirenstein y como judía “terrorista” recibí palizas, picana eléctrica, manoseos y violaciones por partida doble. Les dije todo lo que sabía y seguían, de puro sádicos y perversos. Pasé a ser “La rusa”, “la pelirroja llorona”, y un teniente apodado El Puma, al que le gustaba, me dejó embarazada.

Perdí la noción del tiempo entre alaridos propios y ajenos. Pasaron los meses y por el avance de mi embarazo me torturaban menos, me revisaba todas las semanas un médico y hasta un capellán militar, también torturador, me vino a sermonear un día que “No hay que odiar, eso puede afectar al bebé”.

Con la aliviada me enteré que había empezado el mundial de fútbol-de 1978, en Argentina- y nuestros guardianes estaban muy ocupados con el asunto. Había pausas de torturas en los partidos y las risas y gritos de los torturadores ante los goles llenaban las celdas. Un día vino El Puma y me dijo:  “Preparate Rusita, hoy vamos a llevarte a “La Sardá” es el lugar donde se hacen los partos”.

Me dejaron ducharme y me trajeron ropa limpia. Salí luego de dos años a la calle. El Puma estaba muy excitado porque esa tarde había un partido de la selección argentina. Me dijo sonriente “Vamos a ver el partido en una pizzería: te vas a portar bien, con una pizza y coca cola, sentada con nosotros. Hacés alguna estupidez y en lugar de parto vas a una bolsa vos y tu bastardo”. Me dieron hasta un lápiz labial para tapar un poco el labio hinchado de un cachetazo de dos días atrás. Viajamos en un Ford Falcon, ellos tres de civil y armados, y yo. Paramos en una esquina con pizzería, llena de barullo y gente ferviente. El dueño hizo un saludo al Puma y le señaló una mesa frente al televisor, vacía a pesar de que el local estaba repleto y con gente parada. Miré a mi alrededor, las caras idiotizadas al ritmo del comentarista deportivo, los gritos y suspiros ante atajadas o pelotas perdidas. Nadie me miraba aunque yo

los miraba a cada uno a los ojos. Alguno miraba mi panza y a mis compañeros y se escondía en el partido.  El Puma me dijo: “Dejáte de hacer ojitos y comé que la muzzarela se enfría.  Sin boludeces nena”. Comí tres porciones y me pidieron una segunda coca. Pedí ir al baño. El Puma me miró e hizo seña con la mano que vaya. Estaba que explotaba, oriné, miré los ventanucos: no había salida, y menos con mi panza. Saqué mi lápiz labial y escribí en el espejo el teléfono de mis padres, mi nombre, que estaba secuestrada, que por favor avisen. Hubo un gol argentino y un rugido llenó el local. Volví aturdida, me senté, el Puma me dio un beso baboso en la boca. Nadie llamó a mis padres, por supuesto… estaban muy ocupados con el partido. Seres miserables y cobardes”.

El idiota me miró asustado.

“¿Y el bebé?”  Bajé el cuchillo, agotada. “Se lo llevaron el día de la final, cuando ganaron la maldita copa”.

Segunda parte

“Pasión de multitudes”.

Hay fenómenos que los puedo entender cuando pasan por la vereda de enfrente- le dice Mirta a la psicoterapeuta- pero cuando se acercan demasiado, comienzan los síntomas: taquicardia, pánico, sudor frío en pleno invierno o verano. Cuando me liberaron lo primero que hice fue escapar, escapar lejos. Porque en Uruguay y hasta México “chuparon gente”, lo sé fehacientemente. Hubo conocidos y familiares que me decían “Mirta se acabó, llegó la democracia…” y yo les decía pero de qué me hablan, cuando la impunidad rige la historia del país. Y aparte, miles de asesinos, torturadores, sádicos enfermos mentales… ¿Qué van a hacer de repente por cambios políticos? ¿Convertirse en maestros, pianistas, carpinteros? Así que barajé mis posibilidades y opciones y me vine a Israel.  Mis amistades me decían “Pero Mirta, es un país en guerra, tus hijos e hijas irán a una guerra, serán milicos…” pero precisamente esa paranoia de seguridad era lo que me decidió: allí ningún Astiz se va a infiltrar a hacer

lo que hizo en París. Y cuando llegué, descubrí que había tanta o más pasión por el baloncesto que por el fútbol y quedé ajena de esos recuerdos y asociaciones malignas.

Hubo un tiempo de descompresión, de transculturización (de Israel sólo sabía que existía, nunca fui sionista ni cercana a la comunidad) de terapia, de adaptación.

Me veía a mí misma como una gacela herida que se esconde en lo más profundo del bosque para que la naturaleza haga su trabajo y permita cerrar las heridas, el tiempo que haga falta. Ir al baño o a tomar agua y permitir al cuerpo y la mente, sanar.

Recibí ayuda en mis primeros tiempos, estoy eternamente agradecida. Luego me anoté a estudiar y conocí a mi esposo en la universidad.  Él tuvo conmigo mucha dedicación, paciencia y cariño: a veces una amable y amorosa caricia sorpresiva me hacía saltar con un grito. Cuando me lo pude permitir, busqué una terapeuta de confianza y no de las mutuales médicas, empecé a entender y asumir mis cicatrices, mi pos-trauma, mi pasado. Me hice de un entorno de amigos y conocidos, levanté un hogar y una familia: tres preciosos hijos. Pasaron los años y las décadas, y yo creía que realmente había dejado atrás los años de plomo de la Dictadura Militar. Pero ella no me dejó a mí.

En mi primera visita a Argentina tuve mucho miedo, pero mi madre estaba muy mal y fui acompañada por mi esposo Barak, que fue oficial tanquista y no conoce el miedo.

Y con mi primer hijo, que me tenía ocupada para no pensar ni recordar demasiado.

Y así, cada nueva visita era una mezcla agridulce de encontrar gente muy querida pero también lugares, olores y situaciones que me hacían aflorar “los síntomas”, esos ataques de pánico. Mi familia ayudaba mucho: mis hijos que me miraban asustados, Barak que me abrazaba y decía “Está todo bien, ya pasó, ya pasó” y finalmente mis palpitaciones pasaban con ejercicios respiratorios que aprendí.

A veces me identificaba con los sobrevivientes del Holocausto, con los sobrevivientes de las guerras… en algún lugar me sentía en casa porque no era un bicho raro sino una sobreviviente más.  Por supuesto que huía de los canales de deportes, de los campeonatos y los mundiales. En mi casa se sabía que era tabú: mis hijos podían ver en sus piezas lo que quisieran pero sin sonido, sin gritos de goles, sin locutores desaforados. Mi hijo mayor hizo el servicio militar, que me costó salud, pero terminó y se liberó.  Como toda mujer en Israel, aprendí a ser “madre de un soldado”.

Cuando el segundo hijo ingresó al ejército me dije: “Mirta, a respirar hondo y sobrellevar otros tres años de dormir mal”. Sus compañeros de colegio eran todos deportistas como él y servían en unidades comando, cada una más peligrosa que la otra según mis amigas. Pero Barak, que entiende del asunto más que mis amigas,

me explicó “si va a ser combatiente, mejor en una unidad de élite que en una común. Allí los cuidan más, no los utilizan para ser policías como en los puestos de revisación en las rutas y su contacto con la población civil es mínimo, ya que su función es ser un soldado altamente calificado”. 

En fin, así llegó a la unidad comando de la bridada Golani. Yo no hacía preguntas ni él me contaba demasiado. Los fines de semana le exigía un rato para su pobre madre, para escuchar anécdotas de sus amigos de unidad, corridas y maniobras, mucho sudar y poco dormir.  Y para prepararle un enorme bife con papas fritas, que algo de mi genética atrapó el chico… Lo bueno, por suerte. Tenía que liberarse para finales del 2014, pero como pasó dos años antes, comenzó la tensión con la franja de Gaza y empezó otro operativo, llamado “Margen Protector”. Las sirenas nos volvían locos también a nosotros en casa, pero sabía que si el ejército entraba allí, su unidad estaría seguro entre las primeras. Le pedí calmantes a mi doctora para poder dormir, estaba hecha una pila de nervios a flor de piel. Me llamó para avisarme que entraban, que me quede tranquila, que él se iba a cuidar e iba estar todo bien. Estaba más preocupado por mí que por la guerra.  Era a comienzos de julio.

Contra lo que hice durante décadas, quedé pendiente de los noticieros durante todo el día y toda la noche. En paralelo, sin que yo tuviera conciencia, se estaba celebrando el mundial de fútbol y medio país estaba entre la angustia, las sirenas y la catarsis del pandemónium futbolístico. Dos días sin recibir la llamada de mi hijo me carcomieron la lucidez. Era el nueve de julio, lo recuerdo bien.

Los noticieros pasaban repetidamente fotos de soldados israelíes con las caras pintadas de camuflaje, de bombardeos aéreos en Gaza, de gente corriendo y gritando, de niños en algún hospital, en Gaza y en Israel. Los periodistas hablaban y detrás suyo o en la pantalla la misma sucesión de imágenes: los soldados con las caras pintadas y equipo de combate, los civiles gritando, las explosiones.  Tomé el comando del televisor y comencé a pasar entre las estaciones. Algunas pasaban el mundial, y de pronto todo fue una confusión de imágenes similares: los y las hinchas de fútbol con las caras pintadas con los colores de sus banderas nacionales, vociferando, y los soldados pintarrajeados de marrón, verde y negro gritando órdenes en algún lugar de Gaza; las explosiones de misiles en Israel y de bombardeos en Gaza, junto a petardos y pirotecnia afuera de las canchas ante un inminente partido, los gritos de espanto de los civiles y los gritos de furor en las tribunas… pasaba de canal en canal y había explosiones de guerra y de alegre euforia, caras pintadas gritando de felicidad y otras vociferando agonía y miedo.

Y de pronto sucedió. En una de las estaciones que cubrían partidos del mundial comenzaba un partido. Los dos equipos entraban en el estadio, banderas albicelestes y anaranjadas y mucho ruido. Me quedé helada. El control remoto se me cayó de la mano, comenzó la dificultad respiratoria y la taquicardia. Era la semifinal- mucho después lo supe- entre Argentina y Holanda. Sentí ahogarme y caí al piso, semiconsciente.  La televisión transmitía a viva voz el comienzo del partido mientras yo boqueaba como un pescado. Al griterío del televisor se le antepusieron otras imágenes y voces. Pasos en el pasillo. El cerrojo de la puerta metálica y mis alaridos “¡No por favor, por Dios, no se lo lleven!”  Ante mis gritos el bebé comienza a llorar, entran dos uniformados y me lo arrancan de las manos. “¡Calmáte rusa o te parto la cabeza!” Un empujón me hizo rodar por el piso, mis alaridos apagan a los del bebé que se aleja por el pasillo. Un rato o un siglo después el médico y otra prisionera me llevan a la sala consultorio para darme un calmante. En el hall anterior al consultorio reclusas y carceleros miran a Videla el genocida dando la copa al capitán del equipo argentino, tras su victoria a los holandeses. Los guardianes ríen y aplauden. Sigo boqueando en el piso, respirando dificultosamente. El locutor anuncia un “córner” para Holanda, entre una ovación del público. Entre estertores, me desmayé.

Mirta hace una pausa y mira a la psicóloga con una mirada vacía. Ella pregunta:

-“Entonces tuvo ese brote psicótico, que fue consecuencia de ese stress de su hijo en la guerra y el “trigger” que representó en ese momento revivir ese día tan traumático, precisamente en otro partido similar. ¿Cómo se siente después de este período de internación?”

-“Agotada”- contesta Mirta- “Absolutamente agotada”. Sus ojos tristes y sin parpadear dejan caer un par de lágrimas.

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