Hay quienes dicen que el amor más puro y verdadero de un hombre es el fútbol.
Habrá quienes digan que es su madre o Dios mismo. Otros renegarán que bien podría ser también el amor de toda mujer–si no lo hubiesen restringido solo para ellos–.
Sea cual sea la conclusión de este fogoso debate algo está claro, es el deporte más amado de todos. ¿¡Cuatro mil millones de seguidores en el mundo?! Sí.
Hay que releer el número una buena cantidad de veces para imaginarse ese mundanal de personas gritando, apoyando, riendo, llorando, hiperventilando, amando y hasta odiando a 22 jugadores (o jugadoras) que corren detrás de un balón.
Vengo de una tierra de fútbol. No de las super-ligas ni de los llamados y autollamados fundadores y reyes del balompié. Sino de ese país latinoamericano, como muchos otros, en los que es mejor ver a un niño sin recursos jugar, hacer maniobras y quiebre de cadera con un balón que verlo hundirse en las drogas, el narcotráfico, las armas y la prostitución. Para los “suertudos”, como les llamamos, ese es su tiquete de salida de la miseria y de la predestinación a la ignorancia y la penuria extremas.
Vengo también de una tierra en la que el fútbol ha sido, es y seguirá siendo amado por igual por hombres y mujeres. Si no, que lo digan las aguerridas deportistas que aún hoy en pleno siglo XXI siguen peleando por una liga propia, salarios, patrocinios, condiciones y reconocimiento dignos.
Vengo de una familia en la que mi abuelo tuvo la fortuna y la mente abierta de enseñarle a sus tres hijas su pasión por el fútbol. Pasión en su literal sentido de la palabra. Porque quien lo ama sabe que se sufre más de lo que se festeja. Así crecí yo con mi mamá. Aún hoy, mi hermana hace muecas por no entender cómo pasamos tardes enteras frente a la pantalla sudando un sinfín de emociones. Incluso se burla por los típicos comentarios y críticas expertas sobre los cambios, el juego y las decisiones del técnico y, claramente, no puede faltar alguno que otro insulto al árbitro o a aquel jugador que perdió una oportunidad tan boba como única.
Vengo de un origen judeo-cristiano en el que se cree que los judíos no son ni dotados, ni duchos ni mucho menos hinchas del fútbol. Mi papá no era el aficionado número uno de la casa –dirían que por ser judío– pero, curiosamente, el patriotismo solo afloraba cuando la Tricolor jugaba. Tan así que el último año antes de emigrar a Israel, nuestro plan no fue el de organizar documentos ni hacer maletas. Nos dedicamos con muchos otros de la comunidad a llenar e intercambiar las monas del Panini 2014. Lo logramos antes de irme. Es uno de los recuerdos más hermosos que tengo con él desde que partió a un mundo mejor…
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Estando ad-portas del primer mundial festejado en el Medio Oriente, la idea puede sonar bastante alentadora. Pero para mí, no lo es tanto. Al llegar a este rincón del mundo, parecía inverosímil enfrentarme a las miradas de “bicho raro”, silencios incómodos y hasta comentarios machistas por decirme orgullosa una amante acérrima del fútbol. Mis oídos arden de dolor al escuchar hombres diciendo que las mujeres no sabemos nada de fútbol; si es seguro que cualquier hincha latinoamericana sabe tres, cuatro y hasta cinco veces más del balón y su historia que un oriundo de Oriente Medio.
Mi orgullo y la feminista que llevo dentro fueron también humillados cuando un hombre me dijo que con razón no tenía pareja, porque estaba más entretenida en el fútbol que en hacer un hogar. Las mujeres tampoco se quedan atrás. No logran entender cómo puede ser más tentador ver un partido que ir a la playa. Después de estas experiencias, me he sentido como las futbolistas, enfurecida y con la templanza afiebrada para seguir incomodando los imperativos socioculturales de esta tierra.
La caprichosa llega a Qatar… aquél amante serio del fútbol está en un dilema muy serio. Pues hemos tenido que quitarnos la venda cursi de que el fútbol es solo fútbol y no hay cabida para política ni religión. No hay falacia más grande que esa. Como decir que las hadas sí existen. Así como tuve la determinación de ir a Rusia hace cuatro años y, por causas del destino no pude cumplir el sueño, este año fue un no rotundo. Dejando de lado las trifulcas entre las organizaciones más poderosas del fútbol y sus escándalos de corrupción más escabrosos –y no los dejo de lado por ser menos importantes–, no hay nada más morboso que la doble moral de este mundial vis-a-vis los derechos civiles y humanos que tanto se han peleado, defendido y fomentado en las últimas décadas en el mundo occidental.
Qatar 2022 es el reflejo perfecto del mundo neocapitalista y enfermo en el que vivimos hoy. En el que “todo se vale” siempre que haya un buen trozo de plata de por medio. Un deporte en el que se ha peleado con sangre, dolor y garras que se respete el color de piel, la igualdad de género, la libertad sexual, la libertad de credo (muy sutilmente), el juego limpio, a los inmigrantes y a los extranjeros… en este mundial nos mostró que estos principios no son más que una mofa y que sus discursos inclusivos no son más que publicidad engañosa.
No me malentiendan. Soy de esas personas que valora más que nada el respeto al otro. Si voy a la casa de alguien en la que tengo que comer con la mano, eructar, poner los pies en la mesa, cubrirme de pies a cabeza y, además tener la boca callada, por más que quisiera no puedo imponerles que cambien sus costumbres. Simplemente entiendo que no compartimos los mismos valores y por consiguiente, no puedo ir a esa casa en donde tanto los dueños como yo nos sentiremos incómodos. Nuestras mentalidades chocarían y no terminaríamos en buenas migas.
En la industria del fútbol, como en la política de hoy, todo vale.
Nos impusieron ver con ojos enamorados a un país en el que la esclavitud, el abuso a los derechos de los trabajadores, el respeto a la mujer y a los homosexuales son principios inexistentes. Nos impusieron que contribuyéramos a tapar el sol con un dedo y hacer oídos sordos con declaraciones de humo.
“Solo 37 trabajadores murieron en los trabajos, los más de 6000 trabajadores inmigrantes que murieron no fueron muertes en el trabajo sino después”.
“No es cierto que las mujeres no puedan ir a los estadios. Sí pueden, pero deben cumplir con las normas religiosas”.
“No es cierto que persigamos y prohibamos las relaciones homosexuales. Solo que no pueden declarar ni hacer ninguna expresión en público”.
Como judía e israelí, es más grave pensar que -por el contentillo del “hito histórico” que significa que los israelíes podrán ir al mundial- olvidemos el odio enfermo que ellos sienten por nosotros.
Como amante del fútbol reconozco que decir “no voy a seguir a los jugadores ni voy a ver los partidos” sería mentir. Pero siento que es algo que todos deberíamos hacer como muchos otros hinchas e incluso algunas instituciones que han declarado no seguir pregonando el “todo vale”.
Más allá de la falta de coherencia en hacer un mundial en un país sin historia futbolística como Qatar, es un imperativo civil y humano. Si no decimos ni nos esforzamos por cumplir este propósito, seríamos una vez más los idiotas útiles de poderosos que lo que han hecho con la industria del fútbol es hacer una buena imagen de un país.
Qatar se ha dedicado con corrupción, petrodólares y miedo, a manipular y monopolizar clubes, instituciones, medios y hasta países aprovechándose de nuestro amor por el deporte más lindo del mundo.
Por eso, aunque bañemos de oro a la copa… seguirá siendo una copa podrida.