Tres de la tarde, treinta grados.
Por fin en casa.
Me libero de los tacos, la cartera, las joyas, la ropa y coloco todo sobre el sillón de la entrada.
Un duchazo, camisa fresca, moñita de bailarina de ballet y rumbo a la cocina.
¡Qué hambre!
Quiero comer algo rico y fácil de preparar…
«Pimientos salteados con cebolla roja»
-sugiere mi mente al instante-.
Troceo pimientos rojos, verdes y naranja, en julianas. La cebolla en plumillas.
La sartén caliente con un chorro de aceite de oliva y mantequilla, recibe la cebolla. Un toque de sal, una pizca de azúcar morena.
Deposito el resto de verduras y añado pimienta negra.
Revuelvo con pala de madera.
Las verduras saltan como adolescentes en un concierto de rock.
Me encanta escuchar su sonido crujiente; es como la música de un poema.
¡Huele exquisito!
Atrapo en el aire una tirita de pimiento rojo y lo saboreo como si fuera el último bocado antes de morir.
¡Mucho humo; bajo el fuego!
Unos segundos más y listo.
Bebo un sorbo de agua y cierro los ojos para marcarle la ruta.
Bebo despacio, despacísimo… quiero hidratar todos mis órganos en un acto consciente.
Ahora bebo más rápido; el agua no se agota. Es como si el vaso fuera un grifo abierto y mi garganta la tierra seca que predijo Elías en Galaad.
Se está formando un lago de agua cristalina en mi vientre. Crece, crece, crece; se desborda y empieza a ramificarse.
Mis piernas se convierten en ríos; mis brazos en arroyos, mis dedos en riachuelos.
Los ríos se funden con el mar. Ahora soy el mar y la tierra que lo sostiene.
Asumo mi nueva condición geográfica.
Al más mínimo movimiento, podría generar un choque de placas tectónicas y causar un tsunami.
Destrucción y mortandad inminentes.
Mi cabeza es una selva.
Me alegro por el oxígeno y las criaturas que la habitan.
Hay más selvas en esta tierra que soy.
Volcanes que erupcionan.
Desde el fondo del mar miro hacia arriba.
Escucho un murmullo en la superficie.
Veo descender hacia mí, una piedrecilla que va dejando un caminito de burbujas.
Tras la piedrita una voz dulce. Tras la voz, en la superficie, una carita distorsionada y unas manitas curiosas jugando con un barquito de papel.
No temo por su seguridad, soy el recipiente que sostiene el agua donde flota.
Abuelaaa, abuelaaaa… -vine por ti, súbete a mi barco.
La dulce voz de mi nieto Samuel rompe el hechizo, y el agua me devuelve la forma original.
La cocina está llena de humo; las verduras carbonizadas.
Como cuando un poema se pasa de cocción por pretenderlo perfecto, y la papelera se alegra.
Me gustó mucho, Sabina 🙂
Qué alegría que te gustó, Dafne.
Gracias por leerme.🌻
Muy original, me gustó mucho y esa pizca de humor al final me identifica, creo a más de una se le ha quemado la comida por andar en las nubes 😉
Me emociono cuando se genera el punto de encuentro entre el lector y el autor.
Gracias por leerme.😍