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Por Abel Katz

Desde el ventanal de su suite en el piso 18 de Park Tower en Chicago, Louis Carlsberg veía como resaltaba iluminada en medio de la noche, la bicentenaria torre de agua y como los copos de nieve la pintaban lentamente de blanco.

Le gustaba tomar vino y escuchar bossa nova para celebrar un buen día, pero hoy tomaba Gin and Tonic y escuchaba blues de Chet Baker.

Louis siempre fue pro libertario, es decir, partidario de un gobierno con un mínimo poder, por lo que veía con buenos ojos, que ahora la única función del gobierno fuera controlar las fuerzas del orden. Los servicios municipales y las carreteras las puso en manos de compañías privadas.

Ya no había reserva federal que controlara el dinero y tampoco los bancos tenían influencia sobre el bitcoin, que era la principal moneda a nivel mundial.

Louis Tenía una cadena de minimarkets gourmet que satisfacían la demanda del público sibarita de Chicago y otras ciudades de Illinois.  Su negocio estaba completamente automatizado y robotizado, así que él solo, podía controlarlo totalmente. Las ventas de su negocio habían bajado un veinte por ciento desde la crisis, pero el ahorro que implicaba tener robots en lugar de empleados, compensaba sus utilidades.

En su domicilio en cambio, trabajaba Juanita desde hacía seis años y no había prescindido de ella, a pesar de tener a Alexa el robot, que podía hacer la limpieza y prepararle la comida.  Le gustaba la sazón de Juanita y disfrutaba de su compañía, la del único ser único humano con quien tenía contacto personal.

Ayer Juanita le informó que acababan de cortar el agua en todo su vecindario y que ya no tenían electricidad, por lo tanto, se tendría que mudar. Lo dijo como esperando que Louis le ofreciera una solución o por lo menos un consejo.

Louis se quedó pensativo, analizando posibles soluciones:

Una opción era que se mudara a su casa, que tenía dos cuartos extra disponibles. Louis sabía que había un tsunami allá afuera y él quería salvar a Juanita. Pero intuyó que no sería solo ella:  tenía una hermana y no la iba a dejar sola y tal vez habría unos padres o primos o amigos que no iba a abandonar y tampoco iba a soportar tener una casa llena de indigentes.  Le dolía mucho perder a Juanita, pero no podía desestabilizar su vida por un amor platónico.

Entonces se puso la máscara de antipático: frunció el ceño, abrió las fosas nasales, elevó el labio superior, espero a que Juanita percibiera su desagrado y dijo que ya hacía tiempo que su comida no le gustaba, que ya no limpiaba bien la casa y aprovechando la situación, creía que lo mejor era que ella dejara de trabajar para él, que le daría un año de salario como liquidación y que ya no era necesario que se presentara al día siguiente.

Después de recrear mentalmente su última plática con Juanita, mientras continuaba observando la torre de agua, pidió:

 – Alexa, dame otro Gin and Tonic.

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