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Por José Charbit

Caminando por la avenida más transitada de Tel Aviv, voy sorteando personas disfrazadas de cualquier cosa, menos lo que realmente son.

Me pregunto quiénes estarán debajo del disfraz, tratando de descubrir sus verdaderas caras.

Tres mujeres se me acercan de frente, con tres perfiles diferentes que se parecen mucho a quienes yo conozco.

Una, me toma de la mano, llevándome ciegamente al centro del carnaval, donde la música se expande por los altoparlantes sin poder escuchar lo que me dice. 

Me sube al carro viejo y detrás mío, las otras dos me empujan hacia adentro, sin dejar de sonreír.

Desde arriba veo a la gente con caras enormes, de políticos cómicos hablando sin parar.

Walt Disney se hace presente con un desfile de casi todos sus grandes personajes.

En la grada superior del carro, se sientan acompañándome las tres: una, a la derecha, otra, a la izquierda, la tercera, en cuclillas tratando de abrirme el cierre de cremallera del disfraz, mientras que adelante iban las carrozas desfilando con hombres gigantes en la vanguardia y mujeres semidesnudas en la retaguardia.

El brillo y el color que desparrama la avenida era muestra de alegría y emoción que colmaba de vida a los participantes y espectadores. 

La impagable música brasileña era un desenfreno de notas que saltaban del pentagrama para bailar su propia danza, ensordeciendo el clima erótico que subía de tono en cada momento.

Mientras, arriba en el carruaje, las tres damiselas se encontraban con su príncipe azul, a su libre albedrio y con la inocencia aparente me dejaba someter a sus caprichos de juventud desvergonzada.

Las máscaras no permitían ver quiénes eran realmente, pero sospechaba que eran conocidas, casi familiares, especialmente cuando se aprovechaban de mí, sin preguntarme siquiera, si estaba de acuerdo. 

Se acariciaban ente ellas, como si se conocieran desde hace mucho tiempo, se besaban lánguidamente ante mi estupor inocente de no haber visto nunca un espectáculo semejante.

En un momento dado, una de ellas me preguntó: 

-¿Te gusta lo que hacemos?- con la ternura de un cisne y hablándome al oído para que las otras dos no escuchasen.

-Mucho- contesté tímidamente, para que no dejaran de actuar como hasta ahora lo hacían. 

Sus deformados disfraces me hicieron pensar que tal vez fueran bisexuales, dadas sus condiciones de amarme y amarse, pero no quería entrar a definirlas científicamente en un momento tan especial de amoríos.

Las dos mujeres que estaban a mis costados se relajaban fervorosamente con su objeto del deseo y la de más abajo se interponía entre ellas para ver quien disfrutaba más de su presa.

De repente, vi a una de ellas bajarse lentamente la careta y después a las otras dos, hasta que, por fin, les vi definitivamente las caras: eran tres ninfas, como hadas, buscando amor terrenal. Con un grito desgarrador, logré zafarme de ellas y desperté aturdido en mi cama, para ver a mis pies, tres caretas sonrientes, guiñándome con sus brillos de luces y una letra distinta, grabada en hilo dorado, en cada una de ellas:  P – S – N.

P.d.: Cap.XXVII, de la novela «Pabla», de mi autoría.
Las tres sílabas antes mencionadas pertenecen a los tres personajes femeninos.
P de Pabla.
N de Nadia.
S de Sueta.
Aclaración del autor.

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