Ya no lucía hermosa como antes con sus colores brillantes y un encaje a la altura de la nariz, abandonada a su suerte iba a voluntad del viento. A veces parecía una mariposa en vuelo, otras un simple retazo de tela tirado en el asfalto. Hasta el momento de ser pisada por una bota militar.
-Uy cómo duele este pisón- se dijo en lágrimas.
Cobró vida la máscara que ya estaba en desuso y ciertamente deprimida.
-¡Maldita sea! Terminar como un vil desecho, luego de haberle servido a la dueña. Todo el empeño que le puse para que me escogiera entre tantas que estábamos a la merced de su vista. Tímida, aunque vistosa, al final le hice una sonrisa para que me comprara. Me esponjé ante sus ojos con una sensualidad que no me conocía. Estaba harta de permanecer entre tantas máscaras sin tener una utilidad, simplemente como una bella doncella entre otras, durmiendo el sueño de los justos en un aparador hasta hallar mi puesto, como lo tendría al ser adquirida.
-Ésta- señaló la compradora, luego de haber ojeado varias de mis competidoras. Sumábamos más de veinte.
Francamente, me sentí honrada de haber sido la seleccionada por la clienta. Nos observaba a todas y no se decidía por ninguna. A mí, no me iba a ningunear como lo hicieron otras, que se quedaron con otras máscaras. Inclusive menos glamorosas que yo. Y perdón por la inmodestia, pero voy a ser franca en mi confesión. Total, ya no tengo nada que perder. Fui la mimada. Me lavaban y perfumaban. Me convertí en la favorita. A todas partes me llevaban. Iba a los almuerzos más selectos de París o transitaba por las avenidas ante la mirada admirativa de otros transeúntes. Yo era la preferida de Doña Inés, esa mujer donairosa que se cambiaba de máscara según la vestimenta, pero como yo era de las más elegantes y coloridas, se amañaba más conmigo. Inclusive le hacían muchos piropos cuando me lucía.
-Inés ¿adónde compraste esa máscara tan llamativa?
-Es italiana- solía contestar.
Efectivamente me habían confeccionado en Roma en un taller de alta costura. Debido a la epidemia empezaron a hacer máscaras exclusivas para compensar el bajón en las ventas de sus vestimentas. Me exportaron como a otras de mis compañeras. Viajamos en avión directo a un depósito en Francia. El idioma me resultaba diverso, pero de tanto uso, aprendí el francés también. Oui, oui. Terminamos en un almacén de lujo en Los Champs Elysées, donde me obtuvieron a cambio de un buen pago. Feliz estaba yo de haber conseguido una ama que me parecía a mi altura: fina y elegante. ¡Cómo me consentía Doña Inés! Entre más cumplidos recibía más me exhibía, hasta el día que dieron la autorización de salir sin máscaras. Ahí terminó mi misión. Lo entiendo, pero me vuelvo una metáfora de la sociedad; dicta que lo que ya no sirve que no estorbe como pasa con los ancianos, los empleados, los maridos, las mujeres, los animales inclusive con los niños. Todo se presta al desdén cuando no se les da valor a las cosas, como a la salud o a los seres humanos. Yo, que me creía tan indispensable, no fui la excepción. Aún después de haber protegido a Doña Inés de jamás sucumbir ante el virus. Ya me había convertido en un trozo de trapo más. Me vería botada como una desempleada más. No valieron mis reclamos ni mis guiños, a la basura fui a dar hasta que me salí del tachón y empecé a vagar por las calles, donde ya comenzaban a haber prostitutas y transeúntes. Yo miraba esa nueva vida con ganas de volverme a incorporar de alguna manera, pero lamentablemente ya era otro género más que viajaba por los aires o por los suelos. Y no por ser un simple velo de tela había perdido mi voz. La bota al pisarme me la devolvió. Se alzaba para decir su cruel destino, el que me esperaba: el desamparo y la soledad.