Una cucheta húmeda y varias moscas revoloteando sobre manchas de residuo fecal y latas oxidadas, me dieron los buenos días otra vez. En los muros despintados yacían marcas de rasguños y huecos tapados con migas de pan ensangrentado; recuerdo seguro del huésped anterior.
Por un momento, pensé que era otra de esas pesadillas. Aquellas que me atormentaron desde el golpe, pero que finalmente me dejaban a salvo en la cama de mi habitación, con los ojos posados en el poster de “el lado oscuro de la luna”.
Me habían sacado entre cuatro de la universidad, en plena clase de filosofía. Me dieron un golpe en la cara invitándome a un paseo en coche por Avenida Rivadavia. Llegamos. Arrancaron con brutalidad la venda de mis ojos. La pesadilla recurrente, se tornó realidad. Ya no encontré a Pink Floyd en mi pared, ni el afiche original de “Adiós Sui generis” amplificando los acordes de canción para mi muerte.
Las ventanas se veían tapiadas con ladrillo, menos una que vigilaba todo el predio a la vez. Un inmenso portón de acero nos empujó a un patio en ruinas con fuertísimo olor a orín. A mi alrededor, un macabro laberinto de celdas.
Desperté empapado de sudor. Con vómito encima. Bebí más de la mitad de la botella de agua que quedaba. Con los últimos trozos de pan enmohecido no alcancé a silenciar el crujido proveniente de mis tripas que venían amenazando con no dejarme volver a estar de pie.
Me arrastré sobre las rodillas raspadas por el suelo de cemento y logré marcar con un trozo de metal, levemente a la altura de mi vista nublada, la línea vertical número sesenta y siete en la pared. Se oyó un grito a lo lejos: ¡Habitación número seis!.
La que yo habité, o la que me habitó. Una luz potente y repentina encandiló aún más mi ceguera. La puerta se abrió.
-Acompañame, Martín- fue todo lo que dijo.
La sorpresa me proporcionó el alivio y la fuerza para levantarme tambaleando y caer sobre los brazos del Señor González, el padre de mi mejor amigo del Nacional. En el barrio se escucharon rumores de que era “colaborador”, pero de los buenos.
En el pasadizo que atravesamos, dos mugrientas letrinas se retorcían humilladas. El reclamo del afilador en la calle Lacarra penetró atravesando las ojivas de las ventanas junto al murmullo de dos marujas diciendo: “Mejor crúcese de vereda, señor afilador” Entramos en otra habitación. Lo que llamaban el sector operativo. Súbitamente una música proveniente de la radio amplificó su volumen hasta hacerse insoportable; durante algún silencio escuché siniestros apelativos de nombres falsos. Frente a mí una mesa de chapa blanca, un maletín de herramientas, una palangana, una picana. De nuevo la voz del Sr. González -mi salvador-; que sin dudar ordenó el aborto de la inminente tortura, mientras me asignaba por el deber, un billete first class en el inmediato y próximo, vuelo especial de la muerte.