Ni las paredes hubieran podido imaginar que serían testigos de lo que no suele ocurrir con frecuencia. Acostumbradas a suspiros de pasión o a disputas pasajeras entre la pareja, reciclaban las palabras y los sonidos para la memoria que mantenían de las escenas. A veces se sonrojaban ante las caricias íntimas que Sherezada y Otelo se hacían. Flotaban los “te amo” en el cielo raso y en el piso se arrastraban vocablos de amor con contenido a veces gracioso como “Eres la mejor batuta que le haya sacado música a mi cuerpo”.
O atrevidas como:
“Hueles a hembra salvaje con follaje a la vista”.
Frases que las paredes comentaban cuando estaban a solas una frente a la otra con sus voces de cal.
-Originales estos personajes cuando se aman… ¡y cuando se pelean cómo nos duele!- se decían.
No era frecuente oírlos en discusión, aunque no faltó una que otra que le puso color negro a la atmósfera.
“No me lleves la contraria que te vuelves insoportable” le dijo en tono de macho.
“Y tú no seas tan hijueputa en querer mandar”.
Fue quizá la más subida de tono a la que asistieron los muros de la recámara. Temblaban frente a la rabia de la pareja o se sacudían de gozo cuando se daban a los arrumacos.
-Debieron estar con sus tragos- opinaron al día siguiente.
Eran la clase de escenas que el cuarto principal ofrecía, hasta la noche que se puso color de hormiga.
Sherezada entró luciendo un atrevido desabillé, de tono encendido y la boca bien delineada para la provocación. Anhelaba una noche inolvidable, como muchas de las que había tenido durante su largo y buen matrimonio, pero esta vez se le dio por ensalzarlo aún más con picardía y escote ante los ojos de su marido.
“Qué buena estás, no te pasan los años” le arrojó al oído con abultada pasión.
“Y a ti no te falta armamento para la acción”.
Rieron y se abrazaron con mayor ahínco. Los meneos se hicieron al galope y las palabras a una sinfonía de ardores compartidos. De repente el gemido de placer por parte del esposo se prolongó demasiado. Parecía inacabable, hasta que Sherezada en su despertar de la emoción, vio que Otelo ya no respiraba. Su flauta encantada había quedado tiesa dentro de su pozo de placer. Se había ido en ese largo e intenso gemido que paredes e inmobiliario recordarían como el último adiós. La cal y el color quedaron impregnadas de la alegría del difunto al haber partido como muchos hombres sueñan, ese estado sublime, el éxtasis, que confunde orgasmo con muerte y el dolor de la viuda, salpicando sus lágrimas ante el cuerpo inánime que logró retirar de su entraña.