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Por Ricardo Lapin

Muchas son las gentes que miran mi rostro y mis brazos cocidos a cicatrices y no comprenden como he llegado a ser bachiller y boticario. Como experto en hierbas y en el arte de curar, les replico que las cortezas ocultan el verdadero carácter de los árboles, que están allí: maderas oscuras o claras, duras o blandas, resinosas o flexibles. Sólo carpinteros y apotecarios lo saben, y todo el que convive con los árboles y los animales. De todos modos, mi túnica por fortuna tapa mi cuerpo que, cosido en cicatrices, es un mapa de las guerras contra piratas moros y la cruzada contra los albigenses. Sí, sí…hoy soy docto y anciano, pero cuando mis carnes eran jóvenes, fui otra persona.

Fui un joven noble, de espíritu fogoso y con el diablo dentro mío. Me apasionaban las jóvenes bonitas y -sobre todo- llevarlas al pecado. Cuando eran campesinas todo era fiesta, pues cada uno sabe su lugar en este mundo, y ser hijo del Señor de Fuenferrer me otorgaba derechos sobre sus posesiones, personas y bestias incluidas. Pero a veces me sucedía con damas de la nobleza, y allí las cosas se complicaban.

Era joven, apuesto y alegre, con alma aventurera y sangre de vino, siempre dispuesto al combate, a una justa apuesta o un par de labios femeninos. Aquí ya no valía el abuso sino la seducción, y sabe Dios que era el farsante mayor de toda la Catalunya, sembrando emoción y lágrimas con mis juramentos y promesas, con mis sentidos poemas de amor, pero todo eran falacias para poseer un bello y joven cuerpo y herir un alma ingenua; y una vez satisfecho mi deseo, me daba a la fuga como un bandido. Lo que me valió ser invitado a duelo tres veces por hermanos o padres de deshonradas mozas, y como dije, mi carácter fogoso, torero y sin calma me llevó también a ser una de las mejores espadas del condado, y así maté tres gentilhombres en su ley, florete en mano, pero el tercero era un barón amigo de mi padre y mano derecha del Obispo, y esto me trajo el descalabro sobre mi cabeza. Mi padre me echó del castillo, y acompañado de mi fiel Alfonso, mi paje que creció conmigo, lo hice escudero y yo pasé a ser soldado, que era tan diestro y osado en el arte de las armas como en las del amor.

Como precisaba buscarme los garbanzos, me enlisté en las filas del Rey de Aragón, Don Pedro, y luego de algunos sangrientos combates Don Pedro en persona me nombró oficial. Conocí la vida de mar durante unos años luchando contra corsarios y piratas moros y bereberes, gente bárbara y orgullosa, los hideputas. Hubo una cruzada contra el emir Miramamolín y allí aprendí mucho de hierbas gracias a un prisionero almohade que era docto en esos menesteres.  Así curé viejas heridas que supuraban durante años. Luego de vencer al moro, mi rey se vio arrastrado a una Santa Cruzada contra el demonio, que se hizo fuerte en tierras godas. Eran los llamados cátaros, que crecían como la langosta en tierras de Gascoña y Tolosa. Nos dijeron que había que pasar a cuchillo a todos en sus aldeas y pueblos, y a mí eso de matar mancebos y mujeres me hacía náusea. Hablando con el capellán me convenció: eran estas gentes que andaban todavía en los errores de su idolatría, venerando a Belcebú, y prueba de ello es que además de blasfemos con el Santo Papa, eran vegetarianos. “Vale”, le dije al cura “quien reniega de la morcilla, sin dudas el Maligno habita dentro suyo. ¡A dar fierro y muerte a estos!”. Hubo pocos combates y mucha masacre, y mi fiel Alfonso tuvo una mala ferida de pica, que le abrió las tripas en plena batalla. Moribundo, me hizo jurarle que dejaría las armas y que sentaría cabeza, y entre el clamor del combate y ver a mi buen amigo destripado, no pude sino jurarle que lo haría. Mi señor rey comprendió que lo abandonaba por un juramento, y es que el honor obliga más que el deber. Retorné con dos peones que fueron mis protegidos durante estos años de soldadesca, Nuño Pérez y Jimeno Sánchez, que eran ágiles con los dados y con la daga. Cuando llegué a tierras de mi padre, en una posada me enteré de las malas nuevas: mis padres habían muerto y desde hacía doce años, un ricohombre y alférez de Navarra se había apoderado de todo. Así que seguí camino, recordando mi promesa, y llegué a la corte del duque Berenguer de Lara. Allí las cortesanas escuchaban admiradas mis relatos y suspiraban a la vista de mis fieras cicatrices. Pasé a hospedarme en una masía cercana al castillo, un gran caserío de campo como se hacían en viejos tiempos: macizo y con gruesas paredes para soportar nevadas como ataques, lleno de habitaciones, con un patio interior y dos torres. Pertenecía a Don Berenguer. No me fue simple acostumbrarme nuevamente a camas y almohadas, a sillas mullidas, a aguardiente abundante. Pero tenía en mente conseguir una dama cristiana que fuera madre de mis hijos, con una buena dote y miembro de la nobleza menor, para tener una calma vida en lo porvenir. Tantos años de vivir a la intemperie, entre helada y lluvia, bajo las estrellas o el sol rajante, aguzaron mis sentidos. En las primeras semanas no podía dormir, y lo adjudiqué a memorias de combates e incendios, alaridos y gritos. Pero no, años dormí sin problemas como un pelón y con conciencia tranquila, pues partícipe en las cruzadas tenía ganado el perdón a todos mis muchos pecados. Palabra del Papa.

Ya un mes viviendo en la masía, amanecí en plena noche y agucé mi oído de lechuza: alguien se quejaba lastimosamente. Salí al pasillo y reconocí una ínfima voz quejumbrosa que llegaba desde una de las torres. Subí las escaleras de madera y me paré frente a una pesada puerta con herrajes y clavas de fierro. Golpeé la puerta y los gemidos cesaron. ¿Qué se escondería detrás de la puerta? Corrí al aposento de mis peones, que estaban de juerga con dos mozas de la granja. Lo llamé a Nuño, que era un maestro en hacer saltar candados, y Jimeno vino curioso tras él. Subimos a la torre y le señalé la puerta a Nuño: “¡Hala, a abrir esta cosa!” Con unos fierrillos de grosor diverso, Nuño jugaba absorto con la oreja sobre la madera y la lengua colgando. De pronto sonó un ruido de resortes y Nuño sonrió como un duende “A sus órdenes, maese…”

Entramos en una pieza con un tufo espantoso a heces y orines, a podredumbre y descomposición. En la oscuridad una voz suplicó “¡Por piedad, no me maten!” Un bulto se acercó pesadamente, de rodillas.

Sendas dagas relampaguearon de las manos de mis peones, instinto de viejos guerreros. “Guarden eso” les ordené y dirigiéndome al prisionero en el cuarto: “quiero saber quién eres, y por qué estás aquí”. Era un joven que aparentaba en sus andrajos y desmarañada cabellera ser casi anciano. Acostumbrados a la oscuridad reconocimos su rostro lleno de llagas y cicatrices. “Soy Gonzalo Arias Díaz, hijo de Don Sancho, Conde de Medinaceli. Berenguer mató a mis padres y me tiene aquí preso desde entonces, en esta habitación de la masía…” Unos gritos de sorpresa llegaron desde la puerta: las mozas de mis peones vieron que irrumpimos en la celda. Salieron escaleras abajo a los gritos de “¡Han liberado a Gonzalo, han liberado a Gonzalo! Jimeno alcanzó a degollar a una de ellas, pero la otra alcanzó a despertar a media masía. Gonzalo imprecó “¡Qué habéis hecho, nos matarán a todos!”. Alcancé a ordenar a Nuño y Jimeno que vayan presto por sus aparejos, y le dije a Gonzalo: “También yo fui noble un día, y más vale morir con honor que vivir como perro”.

Un griterío se acumulaba en el patio de la masía, y asomé a una ventana para ver que se preparaba afuera. Vi a Don Berenguer llegar con un séquito de guardias a la luz de las antorchas. Los granjeros hablaban a viva voz, señalando la torre. Llegaron Nuño y Jimeno y les dije “Escondeos, sabéis lo que deben hacer…” Jimeno maldijo su suerte en la oscuridad “¡Apesta aquí!”.  Ordené: “¡¡A callar, bufones!!” Y ya los pasos llegaban por las escaleras. Entró Don Berenguer sable en mano con sus guardias. Levanté las manos para mostrar que no iba armado y sonrió mi anfitrión “So imbécil…” Dos flechas se incrustaron casi simultaneas en el pecho y el cuello de Berenguer. Le quité su sable y presto maté dos guardias, mientras la ballesta y el arco de mis peones liquidaron desde la oscuridad a los guardias restantes de la puerta. Así fue como Don Gonzalo retomó su poder y su título, Nuño y Jimeno fueron hechos caballeros y juraron lealtad al Señor de Medinacelli, y yo, yo cumplí mis votos y me casé con la viuda de Don Berenguer, bella mujer y por demás condesa de Fuenmayor. Y harto de guerras y sangre, me dediqué al estudio de las plantas medicinales, de sus aceites esenciales, y trato con la gracia de Dios de reponer salud y vida como boticario y galeno, luego de una larga vida de sembrar daño y muerte. Como dice el viejo adagio “Cuando una puerta se cierra, ciento se abren”. Mi Vida se abrió junto a la puerta de la celda de mi señor Don Gonzalo, que el Señor le dé larga vida y un buen pasar.

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