Por Eudardo Durschkin

ADVERTENCIA: Los hechos relatados responden a la ficción.Cualquier semejanza con alguna coincidencia, es mera realidad.

“Viudas Independientes” era un grupo que se había formado ya hacía un par de años, que en realidad era una separación de uno anterior, llamado “Solas mientras tanto”.

El grupo original abarcaba no solo viudas, sino también mujeres separadas y una que otra soltera.

Al cabo de algún tiempo de difícil convivencia, llegaron a la conclusión de que la problemática era distinta y requería, por ende, maneras de relacionarse afines a cada grupo.

A partir de ese momento, comenzaron a funcionar de manera separada: viudas por un lado e ídem por la otra, para no caer en redundancia.

El grupo de viudas sostenía que su carácter distintivo era haber llegado al momento de su soledad con el amor intacto, pudiendo acompañar al hombre elegido en su etapa final por este mundo.

Sostenían que, por el contrario, aquello de la responsabilidad compartida y que las culpas no están nunca de un solo lado, convertía a las divorciadas en víctimas y provocadoras de su situación actual.

La distancia que se había originado entre ambos grupos era prácticamente irreconciliable lo que hacía que dedicaran gran parte de sus reuniones al análisis psicológico de sus comportamientos, ahondando sus diferencias en lugar de despejarlas.

Superado el año de encierro motivado por las restricciones del Covid, las viudas seguían reuniéndose en los barcitos de la Avenida Weizman, en Tel Aviv, cerca del Hospital Ichilov. De hecho, muchas de ellas se habían conocido en sus pasillos.

Mientras esperaban la llegada de otras integrantes, las adelantadas estaban muy enfrascadas en la condena hacia Silvana, miembro reciente del grupo, quien había caído en el apresuramiento imperdonable de invitar a una amiga a unirse, apenas recibió su marido un PCR positivo.

En esa discusión estaban cuando llegó Laura, la coordinadora del grupo, pálida y con cara de mucha preocupación.

Su condición no pasó inadvertida para sus amigas quienes, de inmediato, abandonaron las conversaciones previas, interesadas por conocer el motivo de su estado.

Yitzhak es el hijo menor de Laura quien, con pasado de Cristian Fernando de pelo de colores, noches de sexo, droga y alcohol en su Montevideo natal, había recalado en una de las yeshivot más ortodoxas y “pesadas” de Mea Sharim.

Ninguna entendía nada, y no se animaban a preguntarle tampoco. Como el silencio se hacía pesado, Raquel rompió el hielo.

Ahora sí, una sensación de desconcierto generalizada se había apoderado de la mesa, y todas las amigas se miraban unas a otras sin atreverse a ser la primera en interrumpirlo.

Laura, que siempre quería estar un escalón por arriba del resto, planteó su drama:

Evidentemente, el tema preocupaba a todas por igual, aunque por distintos motivos. Como de costumbre, Sarita se había mantenido al margen de la conversación, limitándose a escuchar.

Rosa, que se distinguía por su permanente curiosidad, le preguntó:

Sintió agujas de hielo disparadas por los ojos de sus compañeras. Entendió de inmediato que había firmado su renuncia indeclinable.

Asumiendo su sincericidio, tiró un billete de cincuenta shekels sobre la mesa y se fue sin saludar.

En el camino, empezó a buscar en su teléfono si, por casualidad, guardaba algún contacto del otro bando, mientras intentaba convencerse a sí misma que, seguramente, ese shabat Yitzhak se había excedido en el vodka del brindis.

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