Por Oscar Garza Villarreal

El hombre muere de frío, no de oscuridad

Miguel de Unamuno

Soñaba con un vendaval en el cual cientos de tecolotes batían las alas a favor del viento. Volaban en silencio, con la intención de llegar hasta ella y prenderla con las garras de sus talones. Se veía ya reflejada en aquel sinfín de ojos amarillos, cuando el contacto de su piel contra el fierro de la cabecera la despertó.

Se encontró descubierta y semidesnuda. Las cobijas se habían deslizado hasta caer al suelo y el rumor del silencio se colaba por una rendija en la ventana. El hombre que yacía a su lado, permanecía inmóvil, tan ausente como desde hacía un par de horas.

Bajó de la cama con cautela, se cubrió con un fino rebozo, y -grácil como era- avanzó casi flotando hasta la celosía con intención de cerrarla. Miró la noche a través del enrejado y fue a perderse lejos, más allá de la tapia y la ermita. Sin volverse, suspiró, y con el vapor de su aliento, le dijo al hombre sobre la cama: — Por la mañana, el suelo del camposanto estará duro, pero tendrás una hermosa tumba blanca.

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