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Por Nelson Gilboa

Dos gatos, jugando en la vidriera de un comercio derribaron el maniquí de una niña. Vestida con uniforme escolar, de pollera azul tableada y suéter del mismo color, completaban su atuendo, medias blancas largas hasta la rodilla.

En su nueva posición, parte de su rostro quedo oculto por un mechón de cabellos negros, que quedaron desordenados.

Solo un ojo negro como la pizarra escolar, me miraba de frente, como preguntándome ¿porque me hicieron esto a mí?

Pensamiento que me recordó a Graciela otra vez…

El aula estaba vacía cuando entré, tal vez ella me siguió, no lo sé. Revolvía mi cartera buscando un caramelo, cuando una voz conocida a mis espaldas pronunció “hola”. Me volví hacia ella que, parada bajo el dintel de la puerta, bloqueaba la salida sonriendo.

En cuanto la vi, el corazón pegó un salto brusco y aceleró el ritmo: debo confesar que si me gustaba ir a la escuela era por ella y si me aplicaba en los estudios era para ganarme su admiración.

Al verla quedé bloqueado, irreflexivo, ni siquiera atiné a devolverle la sonrisa, peor aún, sumido en un mutismo incomprensible, apretaba impotente los labios.

Di unos pasos hacia ella, Graciela coqueteaba segura, acariciando los cabellos ondulados que le cubrían los hombros, mis manos se accionaron autónomas por falta de control. Y le propinaron un empujón que ni ella ni yo esperábamos.

Ni siquiera le pedí perdón, ni la ayudé a levantarse…

Su boca abierta y muda, expresaba una lógica pregunta: ¿por qué me hiciste ésto, Gabi?  Le di la espalda y me evadí presuroso, por el corredor.

Era el último día de clase y la última vez que la vi.   Y toda una vida… para imaginar lo que no fue.

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