“Gol… ¡gol!” -gritó mi editor al otro lado de la bocina.
Fue su forma de anunciar que mi novela “Almas de papel” había salido de la imprenta.
Retomo una parte del capítulo referente al fútbol, con sus metáforas:
“Muchachos de ambos géneros van a tientas por el mundo, como lo hice yo, dando patadas como el joven e inexperto futbolista que aún desconoce las tácticas del adversario, cuando se expone a grandes campeonatos. Se le impide a toda costa llegar a la meta; culminar goles. Zancadillas y golpes están a la orden del día. El chaval, aún chambón, pretende darle puntapié a la pelota al creer que así hará de su trayecto un recorrido importante, sin calcular los desvíos que puede dar el balón.
Fortuna se reía de los ejemplos que ponía como referidos a las vivencias como tal, al no ser una versada en el deporte de los goles. Moshé, su esposo, la miraba admirado por atreverse a hacer símiles que le parecían pertinentes, aunque en boca de su mujer los hallaba ciertamente extraños, por conocer su poca afición al juego de Pelé, Ronaldo, Maradona, Messi por sólo citar algunos nombres.
A ella le resultaba osado presumir de ser conocedora de algo que le era ajeno y quizá banal al suscitar tanto compromiso y entrega, hasta llegar a actos de violencia y crisis entre familia, amigos y hasta a veces en la pareja. Más, al ver que generaba dosis de pasión en hombres y mujeres ¡y ni se diga en los niños! empezó a interesarse por el asunto del balompié para hallarle sentido al buscar asociaciones con la vida.
Benjamín, su hijo, ya mostraba tendencia a ser un certero aficionado al fútbol, como todo chiquillo, al golear sus propias horas, aún con fuera de lugar y poner en trono a ciertas figuras.
-Ustedes los jóvenes acostumbran a aplaudir nombres pomposos tras la fama de un partido con un cabezazo bien dado o la pelota entrando de medio lado que lleva el balón a la malla opuesta. No interesa si su reinado dura poco. Los seguidores del juego se autodenominan defensores de un equipo o de otro, como si fueran ídolos a los que se debe adorar. No importa cuánto dure su apogeo. Se les puede cambiar, subir o bajar del trono al antojo de caprichos y quitarles la corona sin misericordia alguna para sustituirla a otros nombres. Se ventilan con triunfos a destajo o a puntapié bajo un fugaz aplauso. Resultan frágiles y efímeras victorias. Las tienen a la vista y al pie, bajo el tacto de la emoción —lo aleccionaba Fortuna para enderezar el rumbo de los gustos de su pequeño.
Muchacho como tantos en el mundo, apasionados por la pelota y menos por la lectura. Bajo estas consideraciones la madre se reía al hacer alusión a la palabra estúpido cuando se habla de “un pelota o un pelotudo”.
Desde su flaco saber, trataba de combatir para enseñarle al hijo a fijarse en metas menos fútiles, según su entender. Benjamín no tardaba en revirar con una cierta agresión e irritación.
—Mamá ¡tú qué sabes de estas cosas! —reclamaba con aire de superioridad.
—Benjamín, no sabré mucho de fútbol, pero entiendo algo de la condición humana. El sentido de ésta se va moldeando con los años y la experiencia para autorizar a la persona a toparse con sus propios goles y fallas, como proceso existencial, que sólo cada individuo emprende a su mesura.
El muchacho le bostezaba en la cara.
Era el momento para la madre de dejar tanta abstracción para adentrarse en quién era y lo que pretendía, sin saber si alcanzaría el propósito del acontecer como persona en busca de sí misma, cueste lo que le cueste al poder hablar sin reservas de un yo que se había hecho a puños y empujones, como los jugadores del balón. En ello radica la virtud; haber salido adelante con los tropiezos propios del esférico que es la misma vida en círculo y en tiempos.
Para Fortuna hablar de fútbol le resultaba más fácil compararlo con la supervivencia y sus vicisitudes, al desnudarlo de tanta pasión y ponerlo sin fuera lugar.