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Por Eduardo Mendoza

Un tibio sol matinal los acogió en la estación de tren de Juliaca, donde un letrero indicaba casi cuatro mil metros sobre el nivel del mar. El tren hacía una parada de tres horas para que los pasajeros pudiesen desayunar. 

Bajaron del tren en una lenta procesión de polleras, bultos y silbidos. Su padre lo llevaba cargado en su hombro y un intenso frío le dio la bienvenida al altiplano.

Santiago tenia nueve años y era la primera vez que viajaba en tren. Su padre caminaba muy cansado junto a los vagones que tenían escrito en color amarillo “Empresa Nacional de Ferrocarriles del Perú”. 

El tren exhibía en sus ventanas una vitrina expositora de los colores de la diversidad del Perú andino.  Mostraba a aquellos peruanos indígenas de la sierra, vestidos con ponchos color tierra y ojotas que descubrían el curtido cobre de su piel, y a mujeres de trenzas gemelas que caminaban cargando bultos y niños a sus espaldas.

Santiago estaba débil por el mal de alturas, aquella falta de oxígeno con el que los andes sojuzgan a todo forastero que llega a su territorio sin reverenciar a sus Apus. El niño ya casi no podía caminar ,por lo cual su padre lo recostó en una banca de la estación. A un costado estaba sentada una mujer que tenía la mirada clavada en la ventana como si tratara de encontrar a alguien en la distancia y quien no hizo ningún gesto ni pronunció palabra alguna, cuando su padre le preguntó si podría cuidar del niño por unos minutos.

-Hijo, tienes que esperarme aquí – dijo su padre mientras sacaba de su maleta unos libros gordos con letras negras que decían “Mao Tse Tung – Obras completas”.

– Voy a vender estos libros al dueño del restaurante del frente, a ver si nos ganamos un buen desayuno, descansa en esta banca, espérame aquí, no salgas de la estación y no hables con nadie ni recibas nada de extraños -. 

Luego cruzó la calle y desapareció.

Santiago se esforzaba por ver el paisaje, pero solo lograba percibir una silueta vaga de su propio reflejo en la ventana. Una rebeldía tenue y algo cobarde lo convenció que el tenía que salir unos minutos y regresar, sin que su padre se enterase y lo forzó a salir de la estación, cruzar la calle y dejarse caer en una banca de la plaza de armas de Juliaca.

Un rayo de luz en el horizonte le reveló a aquellos andes alfombrados de ichu y granizo, y esas inmensas pampas que parecían no tener fin.  Le invadió una extraña melancolía.

El sol calentaba su cuerpo aturdido y poco a poco sus ojos caían cansados hasta que se quedó dormido en aquella banca de madera carcomida por la mugre. Unas caricias y unas palmas en el hombro le despertaron, y al abrir los ojos vio una chica rubia parada frente a él.  Era una chica extranjera y ajena a ese mundo andino, que vestía con una chompa de alpaca blanca y tenía una mochila enorme. El encogió las piernas y le dio espacio para que pudiera sentarse, ella se dejó caer en el asiento.

El niño sentía que su corazón palpitaba rápidamente, una sensación de vergüenza y emoción lo invadía a lado de esa mujer. Observó de cerca sus ojos celestes que eran exactamente del tono del cielo limpio de la cordillera.

La emoción azuzó el mal de alturas y el niño otra vez empezó a vomitar sin repujos, tal vez sería la emoción por aquella mujer o la desobediencia a las órdenes de su padre. La chica empujó su enorme mochila a un lado para poder vomitar también. Y es así que se organizó una espontánea e inapropiada vomitadera en aquella plaza de Juliaca.

La chica estaba muy enferma y débil. Un aire de complicidad los envolvió, bebieron agua y su respiración era pesada y profunda. Se miraron a los ojos, ella le contó una historia muy triste en aquella mirada. Un viento frío sacudió su cabellera encendida por el sol, ella le sonrió y le ofreció un caramelo. Le habló en un idioma extranjero suave y melódico que el niño jamás reconoció. A lo lejos los glaciares observaban al niño y a la mujer con ojos de cielo con curiosidad.

– No gracias – Murmuró recordando la advertencia de su padre en cuanto a recibir cosas de extraños.

El tono de su voz era apacible, la muchacha trataba de explicarle algo en su idioma. El la miraba confundido y ella le indico con las manos que también ella estaba muy enferma y que había vomitado mucho.

-Soroche – dijo el niño tocándose la frente-. Yo también tengo soroche.

-¡Sorouche! – Dijo ella con la sonrisa de quien acaba de aprender una palabra nueva.

Ella extendió su mano y le ofreció nuevamente el caramelo. Esta vez el niño aceptó sin recogimiento, pues estaba fascinado por aquellas pecas rojizas y la piel tan blanca.

Ella se recostó en la banca junto al niño y cerro los ojos para tomar el tibio sol de la sierra, era como si en medio de la soledad de la plaza, el soroche los unía, Ella acaricio su cabeza y sus dedos fríos rozaron sus mejillas.

Se quedaron en silencio, con los ojos cerrados ante el sol. El Dios de los Incas  bautizaba aquellos cuerpos fríos y su calor los acogía en las cumbres del Altiplano. Santiago se recostó junto al ángel y cuando despertó, ella había desaparecido.

Se sentía mejor y se paró en la banca para buscar a la rubia por la plaza. La buscaba y su corazón le dio unas punzadas extrañas. Sólo encontró la figura de su padre que regresaba sonriente sin los libros en la mano.

-Casi me matas de susto ¡te he buscado por toda la estación! – le recriminó.

-Un policía sacó a todos los pasajeros de la estación para evitar robos en el tren- dijo Santiago convincentemente.

-Bien entonces, de todas maneras… ¡tu padre es un genio, hijo! – dijo cargándolo en sus brazos. -¡Verás lo bien que te vas a recuperar con un buen desayuno, cortesía del chino Mao ! – 

Mientras cruzaban la calle, él persistía en buscarla inútilmente en la solitaria plaza y sintió angustia porque jamás la volvería a ver. Tampoco podría contarle a su padre el origen de aquellos caramelos para no revelar su desobediencia.

Aquella mañana entendió que Los Andes y los Apus, empezaban a enseñarle que aquellos firmamentos lo curtían en la vida y despertaron en él una rebeldía nueva, un sentimiento que azuzó su mente, eso que quema el alma de los hombres cuando se enamoran.

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