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Por Patricia Winer

Alicia se sentó, whisky con dos hielos en mano, en el escritorio de roble de su fallecido esposo. Perdió su mirada en el retrato que la observaba amenazante. La pintura –como había ordenado el ex comandante en su petición- ocultaba las arrugas de la frente y dos cicatrices en el pómulo derecho. Su bigote degradado de negro a gris, ladeaba ligeramente hacia el lado izquierdo. Su esposa conocía perfectamente ese gesto intimidante. 

Apiló en la mesa una decena de carpetas y sobre ellas unos escarpines blancos de lana que años atrás tuvo la osadía de tejer a escondidas. Los acarició con la yema de sus dedos temerosa de mancharlos. 

-Ni se te ocurra –la coaccionó.  El fuego que salía de sus ojos incendió el fondo pálido del óleo y calentó el ambiente de esa habitación revestida en madera. 

-Ya no sos cabeza de ningún clan –sonrío Alicia con sarcasmo frente al retrato, mientras acomodaba su cabello cano. 

-Deshonrarás el prestigio de nuestro apellido –gritó él con furia desde su lugar en la pared, haciendo temblar la colección de libros de la biblioteca. 

-¿Prestigio?  -¡Ni muerto dejas de ser hipócrita!  Hijo de puta… 

-No podrás hacerlo Alicia, no podrás… 

-¡Callate! ¿No te bastó con arruinarles la vida? 

Bajó decidida  la vista del cuadro y encendió la computadora. Abrió Gmail  y cliqueó en  REDACTAR  MENSAJE NUEVO: 

 Alguien debió habértelo dicho. Incluso yo. Sin embargo,  fui cómplice de ese secreto familiar del que se hablaba desde las esquinas. En  lo más lateral de la pendiente. Desde el lugar donde con tanta facilidad podíamos caer en picada. Nos limitamos a juntar montículos de mierda para ocultarlos debajo de cualquier alfombra con tal de que no se asomara la basura. La misma suciedad que ahora está hurgando en el fondo de mis entrañas. 

Como si acaso uno pudiera olvidarse de lo que un día eligió. Como si pensáramos que el tiempo, en un desliz, activaría la tecla del fin de la memoria.  Un stop. Un “acá no pasó nada” que nunca sucedió. La imagen se hace aún más nítida a la distancia, como un tatuaje que se vuelve a marcar entre las grietas sangrientas de la piel arrepentida.   

A tu madre la mandamos lejos de la provincia. En esa época estaba bien visto mandar a las jóvenes a estudiar afuera. El aborto no era opción para el “nuevo” partido. Fuimos a verla el día del parto. Le dijimos que naciste muerto. Sin más. Con ayuda “sagrada”, enterramos un pequeño cajón vacío y nos dijeron que nos quedásemos tranquilos; que se encargarían de vos. Después de todo no tenías culpa alguna. Fuimos nosotros los que no nos atrevimos a mirarle el rostro al hijo de una violación. Después de eso, ellos la colapsaron de medicación y nosotros la llenamos de carencias.  Le robamos hasta la misma posibilidad de sufrir. La sepultamos en el olvido “Por honor al apellido”. El día del cumpleaños diecinueve se suicidó. Le estaban a punto de dar el alta. Antes, pidió contemplar el río. Tuve que llorar para dentro. El dolor, la culpa, el miedo. Ojalá las lágrimas tuvieran subtítulos. Mi única hija. Mi único nieto. Y el muy cabrón que lo sabía todo. Que  obligó a su propia hija a inventarse lo del abuso con lujo de detalles, al menos, de lo que simuló bajo amenazas, que podía recordar. También descubrí que lo tenían todo apañado. Si… El muy jodido de mi marido y el padre de tu papá. -del partido opositor, por supuesto-. Por lo menos dinero no te faltó. Lo que cobraron por tu adopción te fue reintegrado con creces. Qué ironía, tenían corazón.  

No supe ni siquiera tu nombre. Me lo ocultaron todo. Hasta hoy. En este archivador de la caja de seguridad está todo: partida de nacimiento, certificado -falso- de defunción, papeles de adopción, justificantes de pagos y cartas de chantajes. Llegué antes que el testaferro. Fallo de seguridad. Hay una fotografía tuya. …Te le pareces tanto… 

Disculpame el atrevimiento. Es un intento, otra vez, casi suicida… Me pregunto si habría alguna mínima posibilidad… de que pudieses perdonarme. 

–Acaso, ¿vos misma podés perdonarte? –la inquirió otra vez el cuadro sonriente. 

Alicia levantó la vista y se sintió aplastada por la mano del  gobernador que parecía salirse atravesando el  marco para ayudarla a apretar con fuerza el delete, en el teclado de su propia historia. 

Acerca del Autor

Patricia Winer

Patricia Winer (Buenos Aires, 1971) Poetisa de alma y escritora en ciernes. Diplomada como Contadora Pública Nacional, su balance arroja un cero en el stock de rencores, una columna de besos morosos y un haber de abrazos pendientes. Su piel sigue sudando rebeldía. Se instaló en la piel de una inmigrante. Es siempre pasajera en trance. Vive a orillas del Mediterráneo y naufraga entre las letras. Adora leer, bailar y los buenos vinos. Odia las despedidas y nada le molesta más que una noche perdida… Sabe que si no sueña no le queda nada y si se le acaba el mundo, lo volvería a escribir…
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