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Por Ricardo Lapin

No comprendo a la genética, pero debo aceptar lo innegable: aunque no la haya elegido, mi madre es mi madre. Pero, todo bien: sé que este aprecio es mutuo. Mi hermana mayor siempre supo ser astutamente servil y halagadora, y mi hermana menor en su ingenuidad fue su saco de boxeo y cesto de desperdicios. Yo jamás tuve nervio para humillaciones, falta de respeto o abusos, y por ello crecí de castigo en castigo. Tuve la mala suerte (o será el Destino) de descubrirla en el zaguán de casa besándose con el Dr. Blumer, médico de la familia, lo que me valió una brutal paliza, sólo por haber sido testigo de su inconducta.  Y cuando un año más tarde papá murió de un infarto, no pude evitar verla como la causa de la desgracia que cayó sobre nuestra casa. Tenía entonces 9 años, y ya no había quien defendiera a mis hermanas ni a mí de sus desvaríos y estados de ánimo. Fueron tiempos duros y recuerdo pedir antes de dormirme por las noches, tener una muerte repentina y rápida para reencontrarme con mi padre. Para los 12 años, con un crecimiento y una madurez prematuros, fruto de la supervivencia, decidí que no: si alguien tenía que morirse que sea ella, y si bien mi padre fue una buena persona, no era modelo a seguir. De hecho, decidir casarse y convivir con alguien así delataba una gran estupidez, y además de tonto y cornudo, nos dejó prisioneros en manos de esa bruja sádica. Mi madre gustaba además de poner cizaña entre los hermanos: a la mayor la declaraba la más linda de los tres, yo era el más inteligente, y la menor era la “más buena”. Pobrecita Paulina. Intenté protegerla más de una vez de manipulaciones y veneno, de cachetadas y castigos, pero era incapaz de enfrentarse a su madre, y es imposible ayudar a quien no quiere (o no puede) recibir ayuda. Cada vez yo le discutía más, cada compra de ropa o cosas para el colegio era un chantaje vil, pero por fortuna siempre le importaron las apariencias, y por ello los tres íbamos vestidos con ropa cara, zapatos de calidad, y nada nos faltaba. Nada, menos un abrazo cariñoso, un beso de comprensión: una madre, en fin. Yo dejé de invitar amigos a comer porque estas cenas o almuerzos a veces terminaban con mi madre persiguiéndome con el sifón alrededor de la mesa, y era un espectáculo vergonzoso. Y a los 13 años sucedió: en una discusión de un almuerzo, comenzó a perseguirme con un cucharón sopero, para usarlo de garrote contra mi cabeza. En medio de la persecución me di vuelta, me planté frente a ella con los puños en guardia como un boxeador, y le grité: “¡¡Si me pegás te juro por mi padre que te lo voy a devolver!!” Por primera vez tuvo un instante de indecisión, quizás de miedo. Repuesta de su sorpresa me mandó entre alaridos a mi pieza, a terminar el día encerrado y sin cenar a la noche. Al día siguiente me dijo que no iba tolerar el mal ejemplo para mis hermanas, y que había decidido enviarme a un colegio internado. Pero de cultura inglesa, que sus amigas no digan que descuida mi educación. Llegué al Colegio Interno dos días más tarde, con un bolso, de uniforme y corbata, junto a otro chico de mi edad. Los demás alumnos nos miraban de lejos entre cuchicheos y sonrisas. Quiso la suerte que me encontré allí con un vecino de la casa anterior, del 3er. piso, con el que jugábamos de chicos. Se acercó con cara de circunstancia y me dijo al oído: “Tito, hoy a la noche va a ser el “bautismo”. Van a venir a por vos y el otro nuevo, a hacer alguna joda pesada: no importa que son muchos, vos hacéte el loco, pateá, mordé, escupí, cabezazos, trompadas, gritá. Vas a ligar, pero no te conocen, y va a ser la primera y la última vez.  Se va a correr la voz que sos chiflado y van a tomar distancia. Porque si das el brazo a torcer o ven que sos un blando… estás jodido hermano. En estas tumbas hay que tener piel de cocodrilo, y en lo posible dientes también”.  

Dicho y hecho: vinieron de noche y yo los esperaba, y aunque estuve con la cara hinchada 2 semanas, con la sorpresa alcancé a trompear fiero a tres de los ocho que vinieron. A mi pobre colega novato… le afeitaron las cejas esa noche y ese fue solo el comienzo. Yo sobreviví ese lugar varios años, llegó el servicio militar y la mayoría de edad, comencé a estudiar y trabajar, a arreglarme solo. Con mi licenciatura me subieron el cargo en el trabajo, y tomé coraje para pedirle a mi novia si quería compartir su vida conmigo. Mis hermanas comunicaron a mi madre el evento. Y ella hizo lo imposible por acercarse, hacer una tregua, ser simpática conmigo. No le interesaba yo ni mi pareja, sino qué dirían sus amigas.  “Una madre tiene que acompañar a sus hijos a la jupá” me dijo con falsa simpatía. Trató de sobornarme con dinero, pero le dije que yo pagaría mi austera fiesta y que ya le había anunciado al rabino que soy huérfano. Vi la cara verde de mi madre, y me dije que pagaría desde ahora cada bofetada y cada día de haberme encerrado en un internado. El día de la boda estaba allí, nerviosa y llena de “bijouterie” y tela brillosa, y cuando comencé a caminar hacia la jupá ella comenzó a caminar junto a mí, e intentó tomarme la mano, con una sonrisa radiante. Yo me detuve y sacudí mi mano hasta librarme de la suya, y escuché el murmullo de los invitados, pero seguí camino solo, como debe ser con un huérfano: un amigo y una amiga eran mis padrinos. Con los nietos, mi madre intentó nuevos acercamientos, pero siempre llegaban con excesivos y caros regalos, por lo que el abismo continuó. Pero la naturaleza es sabia, y por ello me trajo la mujer que me trajo para compartir la vida, que me insistió durante años en perdonarla por simple egoísmo, para librarme de mi resentimiento. El perdón me resultaba hueco, ausente de significado porque ¿algo puede borrar daño y cicatrices?  Y a mi mujer se sumaron mis hijos, ya grandecitos, que deseaban ver a su abuela, esa que enviaba regalos cada cumpleaños, pero que jamás pisó mi casa.  

Llega este año un nuevo Día del Perdón y he decidido que -por mis hijos- tengo que cortar la cadena del resentimiento y daño. No podré jamás verla como una madre, con todo lo que hizo, pero le daré la oportunidad de ser abuela. Tengo que agradecerle todo lo bueno y lo malo que soy.  He sabido ser tan cruel como ella, pero quiero ser alguien mejor. Mi familia lo merece y yo lo merezco también. Por eso mañana, Día del Perdón, invité a mi madre a pasarlo con nosotros. Veintidós años sin estar juntos y compartir la mesa, la charla. Dos días juntos, por Dios… 

Me tiemblan los pies y me sudan las manos, pero mañana le pediré perdón, en presencia de los míos: nada borrará el daño recibido, pero quiero dejar yo de hacer daño.  

Quiero ser un buen ejemplo para mis hijos.  

Espero que mi madre me perdone.

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