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Por Roberto Mitelpunkt

Srta. Juana Espinosa: 

Seguramente esta carta le sorprenderá… ¿quién escribe hoy cartas, en esta época de digitalización masiva?  He optado por este medio, que considero más formal y adecuado a lo que debo transmitirle. 

La historia que le contaré es totalmente verídica y para disipar cualquier duda respecto de su veracidad, adjunto a esta misiva los documentos que lo atestiguan. 

Le ruego no apresurarse a consultarlos, sin antes leer hasta el final la presente. 

Hace unas cuatro décadas era yo -como usted es hoy- un joven estudiante de Letras y ganaba mi pan, cigarrillos y otras yerbas, como lector de manuscritos que llegaban a la famosa editorial LOGOTYPO.  Tenía bastante trabajo, dado que mucha gente pretendía ser escritor, pero eran pocos los que merecían tal calificativo. Yo debía hacer una primera y rápida lectura de los escritos y los que a mi entender valían algo, los pasaría al editor y su señora, que harían la selección final y citarían al autor para ofrecerle un contrato de edición. Ambos confiaban en mi capacidad y conocimientos literarios ya que era un acérrimo lector y bajo un seudónimo publicaba buenas críticas literarias en una revista renombrada, que usted conocerá por el insecto dorado de su nombre. 

Me di cuenta de que ciertos textos que proponían técnicas de escritura novedosas, o temas que en ese momento eran reñidos con lo que hoy llaman  politically correct, no eran bien vistos por los editores que, a mi entender, poseían una visión muy ortodoxa y anacrónica de la literatura.  Sin embargo, yo consideraba que esos escritores tendrían un buen futuro en las letras. 

La editorial no se comprometía a devolver los originales a los autores, por lo que comencé a guardar esos materiales, con la idea de que quizá pudiera abrir mi propia editorial en un futuro. El destino me jugó una buena pasada que hoy se ha transformado en mi tormento. 

Un pobre hombre, al parecer desesperado, se había arrojado bajo las ruedas del Ferrocarril Belgrano en el cruce de Pampa y la vía (nunca una expresión habrá merecido tanto su significado). La crónica morbosa del diario relataba lo que habían podido averiguar del extinto. Vivía solo, y hacía tiempo que estaba sin trabajo, después de ser despedido de una oficina pública. El reportaje incluía la entrevista a la casera del conventillo donde el extinto vivía. Esta comentaba que no se le conocían parientes ni amigos, que había llegado hacía muchos años de un pueblo del interior y se pasaba el tiempo leyendo un montón de libros y que no sabía que iba a hacer con ellos. ¡Casi me desmayo al reconocer el nombre! Hacía unos meses estuve leyendo un manuscrito que él envió y que consideré un excelente texto, y lo puse en la pila de los que reservaba para mi futura editorial. 

Me apersoné ante la casera y dando un nombre falso le dije que era comprador de libros viejos, que por el diario supe de la afición del pobre suicida. Querría ver sus libros y por supuesto le ofrecía a ella un buen pago. La mujer replicó que lo aceptaba ya que el ex inquilino le quedó debiendo varios meses de alquiler. Me hizo pasar a la pieza abarrotada de libros polvorientos y cuadernos manuscritos amontonados sobre el piso. Hice venir una chatita y me los llevé a casa de mi tía Carolina donde los acomodé en el galpón que usaba el finado tío para sus pinturas. 

Dejé mis estudios y me dediqué a trabajar en los manuscritos y presentárselos a los dueños de la editorial como obras mías. Con cierto recelo me publicaron una novela corta que tuvo tanto éxito que me pidieron que siga escribiendo para ellos. Llegamos a un buen acuerdo financiero y así fue que me transformé en una celebridad como promisorio escritor de la nueva generación. 

Gané dinero dando conferencias, cursos de escritura y entrevistas. Hoy salió a la venta una nueva novela, esta vez escrita enteramente por mí en la que relato la historia de mis robos, por supuesto, todos creerán ciegamente que es una maravillosa ficción. 

Cuando me enteré también por el diario que una joven escritora, nieta del tal Romualdo Espinosa, ese hombre que se había suicidado hacia tantos años, buscaba a quien había comprado su colección de libros, mi sentimiento de culpa y vergüenza afloró con todo el ímpetu, después de haber intentado reprimirlos durante tanto tiempo.  

Toda una carrera basada en la falsedad ha terminado. Me retiro de la profesión de escritor con esta ultima obra que ya es  totalmente mía. 

No le pido perdón ni comprensión, no los merezco. 

La correspondencia entre su abuelo y su madre acompañan a esta carta. 

Sinceramente, Ricardo Castillo Peña. 

P.D. Por si algún leguleyo le aconsejara hacer un juicio por derechos de autor, es en vano. Al enviar los manuscritos, su padre aceptó su cesión a la editorial. En cuanto al plagio, ya lo confesé en mi último libro. Quisiera recompensarla de alguna manera, puedo hacerlo. La invito a cenar y conversar al respecto.

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