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Por Nelson Gilboa

Bebíamos un par de cervezas con Julio -compañero de estudios- en el boliche frente a Playa Verde.

Charlábamos despreocupados, ajenos al clima tenso que se vivía en el país en los años setenta, cuando irrumpió una chica. Con paso firme se dirigió a la barra, quedando a casi dos metros de nuestra mesa.

Ordenó dos cervezas y mientras esperaba su pedido, pasó revista a los más cercanos que estábamos sentados.  Nuestras miradas se cruzaron.

El encontronazo me perturbó y no era para menos: unos ojos verdes como el ágata que lucía mi abuela en los días festivos, se quedaron mirándome.

Me dejó boquiabierto. Esos ojazos eran tan hermosos, que dudaba si eran naturales o producto de algo desconocido para mí.

Pregunta que resurgía intermitente, como en un cartel luminoso. Y no podía consultar a Julio, sin quedar en evidencia. 

Mi rostro irradiaba curiosidad por aquellos destellos verdes como señales de tránsito, y ella no tardó en darse cuenta.

 -¿Qué?-  como si preguntara. ¿Que miras tanto pibe?

-Que, que… – repetí, tratando de ganar tiempo mientras armaba una frase interesante, con que responderle-.  Que es la primera vez que tengo luz verde y me quedo parado sin poder cruzar.

Por el rabillo del ojo, vi que Julio sonreía satisfecho aprobando mi ocurrencia, gesto que acarició mi ego, inflándome los pulmones.

-No esperes que te ayude a cruzar- replicó seria, como si reprendiera a su abuelo.

La respuesta directa me tomó por sorpresa y el aire contenido en el pecho, me abandonó con la misma rapidez que había penetrado.  Obligado, respondí:

-Por supuesto que no, solo tomaré un trago más, para salir de la rigidez repentina que acusan mis piernas- dije tomando la copa.

-¿Nos conocemos?- preguntó ella, agudizando su mirada, recorriendo mi rostro. Y continuó:  -Creo que de la Facultad- sin referirse a ninguna en especial. 

-No, no lo creo, yo te recordaría toda la vida, pero este es un buen momento para ello- y la invité a compartir nuestra mesa. 

-Con gusto, en otra oportunidad. Hoy no puedo, estoy atareada y me está esperando un compañero en el coche- agregó rechazando sin rodeos, la invitación que le ofrecía.

Todo sucedió en un breve lapso de tiempo. El impacto me descolocó y reaccioné tarde para solicitar información personal. 

En cuanto le alcanzaron las bebidas que había pedido, hizo ademán de salir. De un salto le cerré el paso y me paré frente a ella. 

-¿No te vas a ir sin presentarnos? ¿Y tu teléfono?

Ella sonrió divertida antes de contestar:

-Si estás de acuerdo, la próxima cerveza aquí- dijo apuntando con el índice a la mesa que compartía con Julio.

-Me llamo Adriana- y extendió su mano. Dudé un segundo, si presentarme, con el apodo de “Zorzal”, con el cual me bautizaron por estar siempre tarareando algún “éxito” del momento, o apelar directo a mi nombre. Pero ella me miraba sin pestañar y no me dejó otra opción:

-Daniel- dije mientras correspondía a su mano extendida.  

-Si, lo sé- afirmó alzando la voz mientras se alejaba.

-¿Y tú teléfono Adriana?– insistí. Y ella, sin agregar nada, se volvió solo para señalar la mesa otra vez, como futuro lugar de encuentro y dejándome más perplejo que con su presencia misma.

Mis ojos la acompañaron hasta el coche que la esperaba al otro lado de la calle. Me hubiera gustado que me dedicara una última mirada, como despedida, antes de subir al auto, pero no sucedió. Solo me mostró su espalda mientras caminaba recto, decidida, con la cabeza erguida y cabellos castaños al viento.

Retorné a la mesa mientras exhalaba un suspiro de resignación. Me quedé mirando a Julio como si él tuviera las respuestas. Por mi expresión inquisidora atinó a decir:

-Impresiona la silueta de la chica, directa y franca, me parece que ligaste Daniel, te “dio entrada”.

-¿Escuchaste lo que dijo, Julio? Ella sabe mi nombre… ¿de dónde? ¿Y el sobrenombre, también lo sabrá? 

-No sé, tal vez te vio en alguna foto en la que figurás, de algún amigo en común.

-Hace rato que no me retrato.

-¿No estuviste en el casamiento de Tomás el mes pasado?  Ya te olvidaste… o a lo mejor en algún cumpleaños.

-Si compartí una fiesta con ella, no se me hubiera pasado desapercibida, Julio.

-Si, pero sabes como son las chicas y más la esposa de Tomás.  Le muestran las fotos del casamiento a todo el mundo. Que el vestido que me cosieron. La torta de cuatro pisos y el “arreglo floral” que me hizo mi prima. Y un montón de detalles más a los que nosotros no le damos importancia… Y es ahí que aparece Danielito «entrajado hasta la médula», con el mechón orgulloso que le tapa medio ojo izquierdo… bailando con la novia… y flechas a la más pintada. 

-Si no te recibís de abogado, Julito… te prometo un contrato como mi promotor personal.

-Echo- dijo julio, mientras soltaba una carcajada. 

-Tenés razón, es una posibilidad. Si no aparece por aquí en una semana, voy a visitar a Tomás. Aunque a él le parezca muy raro, que yo me interese por la “guinda que adorna la torta del casamiento”. 

– Otra posibilidad- agregó Julio, viéndome que quedé pensativo- es que te viera repartiendo panfletos en algún instituto.

-Si, es más factible y eso me tiene preocupado ¿andá a saber cómo y en cuál? 

Durante un año y medio frecuenté aquel boliche deseando encontrarla, volver a verla. Entre copa y copa, daban vuelta como colada en la lavadora los mismos reproches, las mismas preguntas… ¿Por qué no corrí atrás de aquel Fiat destartalado en el que se alejó? ¿Podía haber cambiado algo? ¿La perdí, o es que solo ella quiso divertirse conmigo ese día?  ¿O tal vez sugerirme que me cuidara? 

Revisé cuanta foto cayó en mis manos.  Repasé videos de cumpleaños y casamientos, pero nada logré para localizarla, hasta visité cafeterías de cuanto instituto estuve… pero nada. Muchos años más tarde, ya en Israel, mirando fotos en la lista de los desaparecidos, la reconocí.  “Adriana Rossi” estudiante de Humanidades. Tenía veinte años el día que se la llevaron.

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