Me pasa a mí. Aunque la sangre salpique algo más lejos.
Desde hace días que duermo pasada la medianoche para despertar -con suerte- tres horas después. El ruido sordo de un portón me deja sin respiro, el ladrido de los perros es una amenaza. Monstruos salvajes resucitaron del infierno. Bestias medievales. Veo en mi cabeza como soy arrastrada y violada. Veo a mis hijos ultrajados. Veo brazos, piernas, dedos, manos.
Vomito. Lloro. Escucho. Acompaño. Sonrío al que estuvo más cerca del horror. Lloro. Vomito. Me ahogo.
Me pasa a mí. Me desgarro. Me da miedo. Me enveneno. Me enfado…
Creo hacer cosas que ayudan, pero no bastan. No alcanzan. No llegan a las bocas que lanzan llamas. El silencio de las voces que ya no están. El silencio de las voces que callan. El silencio que aplasta. Nos quedan apenas las miradas. Borrosas. Amargas. Esperanzadas.
Me pasa a mí. Aunque mi físico habite la diáspora, del otro lado del mar.
Me pasa a mí. Todo el tiempo. En todo el cuerpo. A toda hora.
De ahora en más: así de rota, de a ratos, de a pedazos.
No sé ni siento quién seré, pero soy otra.