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Por Eduardo Herbie Mendoza

Cuando Santiago salió del Perú hace ya treinta años, una máscara de gringo comenzó a crecer en él.  Poco a poco aquella imagen de gringo quería ocultar al peruano que vivía en él. Ya casi no tenía recuerdos de su infancia, salvo la garúa de aquella madrugadaque caía en el aeropuerto limeño Jorge Chávez o aquella mancha en su camisa con el lápiz labial y lágrimas de su madre que lo despedía apresándolo fuertemente del brazo, tal vez sospechando; con su intuición de mujer, que jamás volverían a verse.

Durante los años de años que vivió en Europa, Santiago cambió su nombre a Jaques, estilizó su modo de hablar, su modo de vestir y se tiñó el moño del cabello lo más claro que pudo. Usaba lentes oscuros que ocultaban el achinado de sus ojos quechuas y los usaba permanentemente aunque evitaba al sol para conservar el tono de su piel que cubrió su alma peruana, chola, chicha y alegre.

Aquella mañana Jaques entró con pasos acelerados a la Grand Place del centro de Bruselas, un sueño acariciado durante muchos años para él. Llegar a Bruselas representando a la empresa, no era algo le sucedía todos los días. Una imponente torre despegaba en la plaza y se alzaba hacia el cielo, elevando consigo el arte hecho piedra del estilo gótico del siglo XV. Santiago observa el edificio del ayuntamiento con respeto ante su belleza y confunde el edificio con una Catedral.

Se sienta en una de las mesas de los restaurantes al aire libre en la Grand Place. Escoge una esquina idónea para observar aquellas torres barrocas de la plaza. Pide una copa de Chateau Talbot Saint Julien 1980 al Sommelier en un francés bien pronunciado y el mozo le hizo una venia celebrando su buen gusto de pedir el vino Chateau más caro de la casa.

Jaques se sienta frente a la Grand Place como quien se sienta en un trono después de haber conquistado el mundo. -Si mi viejita me viera- dijo en voz baja.

Es un hombre pulcro, audaz y adicto a las ventas, es un grande de la palabra , un brujo de la persuasión. Ajusta su corbata mientras verifica que los gemelos de su camisa combinan perfectamente con su traje. Vestía aquel traje hecho a medida que compró imitando a sus colegas franceses a quienes detestaba, y aunque se sentía ridículo por llevar una corbata rosada, quería parecer europeo.

Una voz interrumpió su concentración.

–Disculpe Señor… ¿Es usted peruano?

Jaques levanta la mirada y encuentra a una anciana vestida de camarera que barre el piso del restaurant.

–Nací en el Perú, pero soy francés- responde ajustando la correa de su rólex.

-Disculpe usted – respondió la mujer.

La anciana dejó los estropajos y las bandejas sobre una silla y se acercó a Jaques secándose las manos en el delantal. Tenía las manos pecosas con aquellas pequeñas cicatrices en los dedos que indican que ha cocinado muchos años, las uñas oscuras y recias y los dedos regordetes y suaves. Las canas de su cabellera caían por sus hombros en dos trenzas gemelas.

– Te pareces tanto a mi hijo- dijo mientras su voz se quebraba y acarició su mejilla.

Jaques sacó la mejilla bruscamente y le respondió en francés:

– ¡Excusez-moi! – frunció las cejas y continuó leyendo un contrato.

– Disculpa papacito – dijo la anciana mirando al suelo – No he visto a mi hijo en más de treinta años.

Jaques está concentrado en el celular y da un golpe en la mesa

– ¡Merde!-

La copa de vino tambaleó en la mesa para luego estrellarse en el suelo que la peruana acababa de limpiar. El somelier del restaurant se acerca a la mesa de Jaques y le pide disculpas por el atrevimiento de la empleada de aseo y la incrimina:

-¡Ya te dije que no hables con los clientes! le tira un trapo al suelo y le grita ¡Limpia lo que has hecho y luego lárgate!

Jaques trata de explicar al somelier que su arrebato de cólera no tiene nada que ver con la empleada sino más bien porque acaba de recibir malas noticias en el celular. El somelier lo ignora y señala con el dedo los lugares que la anciana debe limpiar el piso del restaurant. El somelier apreta los labios enfurecidos mientras que la mujer que limpiaba el vino del piso, pareciera que en el lugar solamente se escuchaba el acariciar de la escoba arrastrando los pedazos de vidrio.

El somelier se alejó de la mesa y el ruido de conversaciones, vajillas, cajas registradoras y música de ambiente le devuelven la indiferencia del restaurant. Jaques se incorporó, acercándose a la anciana, y trató de alcanzarle un billete de diez euros.

La mujer no los aceptó, sus miradas se encuentraron y le dijo:

– Acabo de perder mi trabajo –

La mirada cristalina de esa mujer peruana destelló de sus ojos unas lágrimas que serpenteaban entre las arrugas de su mejilla. Jaques le puso la mano en el hombro y la anciana reposó su cabeza en su pecho.

Jaques no reconoció el olor a hierba buena, pero el aroma de aquella extraña despertó en él a aquel niño peruano que se quedó huérfano aquella madrugada en el aeropuerto de Lima. Cerró los ojos y un aroma lo llevó de regreso al Perú. Recordó la comida recién horneada, la vieja mesa de madera en la que su madre escogía el arroz, incluso pudo escuchar la letanía del primus de la cocina de su casa en Perú en los años setenta, el silbido de las ollas humeando vapores y sabores frescos. Escuchó la voz de su abuela conversando con su madre y no supo nunca cómo fue que empezó a llorar, sólo tenía el recuerdo de su cabeza zambullida en el hombro de la anciana, mas unas lágrimas reprimidas saltaron de los ojos de Jaques. Se abrazaron, sin palabras ni lamentos y Jaques lloró ese amor de madre que se marchitó tan lejos, al otro lado del mundo. Ella lloraba al hijo que dejó en el Perú, a quien envió dinero durante tantos años pero del quien jamás recibió noticias.

Las torres de la gran Place parecieron inclinarse para contemplar aquella escena, todos los ojos del restaurant los miraban con una curiosidad que paralizó el movimiento del recinto. La mirada de espanto del somelier se unía a aquellos ojos que los vigilaban con desaprobación.

Jaques, se incorporó y una sonrisa nueva apareció en su rostro, deshizo el nudo liberándose de la corbata, abrió varios botones de su camisa, y arremangó las mangas.

–Parece que los dos nos quedamos hoy sin chamba (1)… Te invito a almorzar.

Y le acomodó una silla en su mesa.

-¿Cómo te llamas?- le preguntó la mujer.

-Mi nombre es Santiago, ¡San-ti-a-go!

-A mí no me gusta el vino- dijo la mujer.

-¡A mí tampoco! – anunció Santiago estirando los brazos en triunfo y pidió dos cervezas. La anciana se acomodó en la silla, estiró las piernas y le sonrió al somelier.

– ¡Ta qué rico que es ser peruano otra vez! – brindó Santiago, abrazando a su paisana.

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