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Por Ricardo Lapin

Pavura, miedo mortal. Cuando se es joven, las cosas se toman con liviandad. Por ello, cuando entramos al ejército del colegio internado, el mayor temor no era el peligro sino la soledad: ¿con quién tomar un café o una cerveza, cuando se sale un fin de semana?

Sin familia ni amigos de años de juventud o de actividades deportivas, ni tan siquiera una novia… ¿para qué salir?  Que disfruten los que tienen con qué. Por ello los índices de suicidios eran altos en entre soldados “nuevos inmigrantes” en esos tiempos. Pero en esos tiempos de fines de siglo pasado, se sabía que una vez por década caía una guerra, como una maldición de las estadísticas, como un mandato maligno.

La última fue terrible, y dejó una sociedad con pos-trauma: de la euforia de la victoria en seis días, al fantasma de un nuevo Holocausto comenzado con un “Kippur”.

La sombra de una aniquilación posible aún se proyectaba y se respiraba en el aire.

Ya enlistados en 1980, el tic-tac de la guerra había comenzado a mover sus agujas, sus ruedas dentadas. Al principio, el peligro son altos y bajos de adrenalina, y como en un deporte, se desarrollan capacidades de resistencia física y de resiliencia frente a lo desconocido, a la tensión felina, al cansancio y frente al daño concreto: un compañero que murió a los pocos meses de alistarnos, otros que fueron sufriendo heridas o incapacidad física, y así la guerra nos atrapó siendo sólo seis combatientes. Pero dos años de aventuras y desventuras eran nada frente a la guerra, a asimilar que uno está frente al abismo y percibe el aliento de la muerte en la nuca. O a estar comiendo latas en silencio, en la oscuridad nocturna, horas antes de un ataque, tratando de no cruzar miradas con nadie.

Todos pensando: “¿Quién estará mañana nuevamente cenando estas asquerosas latas aquí o en otro lado?”  Maldecir no haber nacido con una malformación: enano, jorobado, ciego, cualquier cosa para evitar estar irrevocablemente allí, con esa angustia existencial. Unos besan un amuleto, otros maldicen el día que nacieron, otros rezan salmos en silencio.

Y yo me digo: “Ricardo, tu madre fue una niña en el Holocausto. ¿De qué carajo te lamentas?”

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