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Por Roberto Mitelpunkt

A las cinco de la tarde me asomé a la ventana y comprobé que él ya estaba en el balcón. Era la hora de fumar. Vestía como siempre, traje gris, camisa blanca, corbata oscura, zapatos negros bien lustrados. Su uniforme de todos los días. Probablemente trabajaba en un banco, una oficina pública o una funeraria. Todo lo mismo.

Dejó la puerta abierta, prendió el cigarrillo y miró como el humo entraba en el salón. Nunca había ocurrido algo así. Siempre, meticulosamente, cerraba. Aunque hiciera frío o calor, lloviera o brillara el sol. Si llovía, se quedaba parado, pegado a la pared, protegido a medias por la cornisa del piso de arriba.

De verlo tan metódico durante años, llegué a la conclusión de que era de esos tipos pulcros y respetuosos, que no fuman dentro del apartamento. Y que probablemente no vivía solo.

Pero hoy estaba pasando algo raro, se salía de las reglas, de las costumbres.

De repente se levantó, dejó la colilla en el cenicero y fue a cerrar la puerta.

Me intrigó, así que levanté mi cámara con teleobjetivo y lo enfoqué. Estaba demacrado, gris, sus ojos enturbiados, como si no hubiera dormido varias noches.

Prendió otro cigarrillo con los restos del anterior. Miró varias veces hacia adentro, se levantó y entreabrió la puerta. Metió la nariz, como si estuviera olfateando, y volvió a cerrar.

Se acercó a la baranda de la terraza. Miró hacia abajo, a la calle de la que lo separaban quince pisos y volvió a sentarse. Prendió otro. Se lo fumó con calma, concentrado en cada pitada. Cuando lo terminó volvió a abrir la puerta, se apartó violentamente y la cerró de un golpe.

Se apoyó contra la pared, tomó impulso y saltó.

Hubo una conjunción de sirenas.

En la farmacia de al lado oyeron el golpe, miraron espantados y llamaron a la policía. Al mismo tiempo los vecinos del piso quince avisaron a los bomberos que había un escape de gas.

Minutos más tarde, la ambulancia se llevó el cuerpo de la anciana, a la que ya nadie comunicaría la muerte de su hijo.

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