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Por Patricia Winer

Nadie buscó a Max Thampton cuando salió del reformatorio. Ni siquiera tenía quien lo echase de menos. En esos años de internado, había llegado a la altura del marco de la puerta  y su espalda estaba ligeramente encorvada como consecuencia de agacharse para buscar su alimento. Caminó varios días a la deriva hasta ubicar el sitio en donde deseaba instalarse sin que ninguna autoridad lo pudiera molestar. Sus ojos vomitaban odio y de su boca apenas salía algún ruido en tono agudo y quebrado como quejidos de un violín gastado.

Se acomodó en las instancias de una finca abandonada en las afueras del pueblo. Cerca del pantano de Shardey, donde casi no anochecía. Max necesitaba la luz igual que las plantas verdes. Lo que sería su hogar constaba de cuatro raídas paredes, con los revoques caídos y descascarados por exceso de humedad.  El hábitat perfecto para el muchacho. La estancia no tenía más suelo que la tierra misma, cubierta de hierbas, raíces profundas llegadas desde el exterior y tallos erguidos de plantas carnívoras  buscando salidas de esa especie de laberinto perdido.

Max se acomodó en una butaca con las patas oxidadas frente al televisor desde cuyo interior crecían ramas secas. Sonrío repetidas veces. Sus fauces se le ampliaban hasta los extremos de la cara cuando sentía en su retina la escena magistral de ese capítulo de su vida. La última, antes de ser confinado en la institución para menores peligrosos. Sonreía hasta el límite de la carcajada al recordar cuando sujetó un hacha entre las manos con dificultad, por el peso extremo que ésta provocaba en sus débiles brazos infantiles. Con más astucia que fuerza, logró en un solo movimiento alzar el mortal instrumento y golpearlo en seco contra la nuca de su padrastro dejando un río de sangre a su alrededor. Rememoró la energía y belleza con la que ejecutó su trabajo despedazando cada miembro del cuerpo del hombre. El  hombre que acababa de asesinar a su madre con cinco puñaladas en el vientre, donde albergaba a su futuro hermano. 

Max reía de su recuerdo con gritos de pájaro satisfecho. Inesperadamente su rostro cambió de formas. Sus ojos se trasladaron de un rincón a otro del ambiente, salían fuera y volvían a entrar. Voces extrañas revoloteaban dentro de su cabeza y las ramas se extendían para amarrarlo y hacerlo prisionero una vez más de su propio infierno.

Se rindió por unas diez horas sumido en un sueño que lo devolvió a la paz, bajo el efecto de  las drogas que había podido robar antes de abandonar el reformatorio. 

Su tripa chirrió en gritos de auxilio próximos a desmayarse. Un hambre voraz lo amenazaba y su boca empezó a excretar cantidades de saliva  de la misma manera que las plantas del interior se relamían al mirarle. Se arrodilló en el césped de la habitación con su espalda arqueada y enterró las uñas en la tierra. Hizo montones de agujeros con sus dedos primero y con sus manos luego. En un acto desesperado los vió. Encontró el camino hacia donde se dirigían reptando. Se llenó las manos de gusanos y los devoró hasta saciarse. Sonrió nuevamente al sentir el ruido crujiente que los partía al medio antes de masticar. Algunos lograban escabullirse por entre sus dientes, pero Max se cerraba con su  mano enorme la boca y ya no lograban escapar.  La sombra de su venganza  lo abrazó complacida.  Ambos reían. Cómo se había jurado para siempre, su madre nunca más sería alimento de gusanos; ni animales ni humanos.

Acerca del Autor

Patricia Winer

Patricia Winer (Buenos Aires, 1971) Poetisa de alma y escritora en ciernes. Diplomada como Contadora Pública Nacional, su balance arroja un cero en el stock de rencores, una columna de besos morosos y un haber de abrazos pendientes. Su piel sigue sudando rebeldía. Se instaló en la piel de una inmigrante. Es siempre pasajera en trance. Vive a orillas del Mediterráneo y naufraga entre las letras. Adora leer, bailar y los buenos vinos. Odia las despedidas y nada le molesta más que una noche perdida… Sabe que si no sueña no le queda nada y si se le acaba el mundo, lo volvería a escribir…
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7 thoughts on “GUSANOS

  1. Está tan bien escrito que la repugnancia que produce casi pasa desapercibida . Lo peor es que ese final «todavía» esconde más. Asquerosamente bueno.

  2. Perfecto dominio de la descripción. Increíble la destreza para ponerse en el lugar del muchacho. La crítica a una sociedad que cree que un reformatorio, al menos en este caso, ha servido para algo y que se lava las manos poniendo una fecha de salida a su «reforma» y dejándolo sin rumbo. El episodio que sufrió sigue y seguirá marcando su existencia. El odio continua. Las instituciones llenan formularios de salida y entrada. Después, lo más seguro, juzgará a un adulto que habrá continuado su vida con odio y quiénes viven una vida sin episodios que les obliguen a cometer errores de sangre, impulsados por las circunstancias, porque para quien no vive en su piel la falta de una vida estable, las normas para vivir son otras

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