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Por Abel Katz

Unos meses después del traumático asalto en la presa Iturbide, en el que me robaron la dignidad, la fe en la humanidad y una campera de piel color marrón marca Members Only, me llegó la oportunidad de reparar la injusticia.

Me encontraba a la hora pico en la estación del metro Pino Suárez, una de las más concurridas de la ciudad de México, cuando a unos metros de mí, vi a un tipo con mi campera de piel. Con dificultad, me acerqué en medio de la aglomeración y reconocí que era uno de los tres asaltantes.

Había soñado con esa escena, la había repasado en mi mente cientos de veces. Estaba preparado para ese momento y ahora el asaltante estaba junto a la vía y yo parado detrás de él. 

Estaba seguro de que era uno de ellos, a pesar de que estaba oscuro de que el tiempo, podría haber distorsionado mis recuerdos.

Sin embargo, llevaba puesta mi campera, la que mis tíos me trajeron de Estados Unidos cuando la importación estaba cerrada, casi imposible que hubiera otra igual.

El metro ya se acercaba.

La noche del asalto, los tres tipos aparecieron con calma y sangre fría, diciendo que eran policías y que iban a hacer una revisión porque había unos rateros asaltando. Separaron a las mujeres y a los hombres para interrogarnos y así lo hicieron. Cuando empezamos a cuestionar por qué llevaban lejos a las mujeres, nos hicieron acostarnos boca abajo con las manos en la cabeza y nos encañonaron. Minutos después, oímos los gritos de las mujeres.

Yo me levanté y siendo amistoso, pedí permiso para ir con las ellas. La respuesta fue que me acostara, y dispararon cerca de mis pies. No me dio miedo, tal vez por el vino que tomé o por la adrenalina, pero entendí que era mejor obedecer.

Al reconocer a uno de los maleantes y verlo con mi campera, recordé la furia y la impotencia que sentí a la mañana siguiente, cuando procesé lo que había ocurrido.

Me abalancé sobre el tipo y lo empujé con odio y con fuerza.  Antes de salir corriendo de la estación, vi que cayó a las vías y escuché gritos de terror.

Mi corazón palpitó al borde del infarto. Me sofoqué y me senté en una banca en la parroquia de San Miguel Arcángel.

Al calmarme, sentí el placer de la venganza y la disfruté durante unas horas.

Pero cuando la adrenalina se disipó, mi sonrisa se desdibujó. No sentía que el mundo fuera mejor y ahora… había un asesino más.

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