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Por Patricia Winer

A su edad se sentía libre y en ello radicaba su felicidad. No tomó la decisión hasta cumplidos los sesenta y uno. Completó sus estudios de coach  y se prometió escribir un libro. Disfrutaba de las mañanas con sus  amigas y pasaba los fines de semana en la casa de campo con su nieta y dos bisnietos. Su única hija aún seguía algo enfadada y cargándola de culpa. 

Perla sintió un escalofrío recorriendo  su cuerpo cuando encontró a su nieta-mujer  con la mirada perdida más allá del vano. Ella Conocía perfectamente la travesía de esos viajes que se hacen en carne viva, con los zapatos de tacones en mano y apenas una pequeña maleta con los sueños indispensables para vivir. Los destinos son fácilmente alcanzables a través de los cristales repartidos del ventanal. El tiempo se esfuma con la misma velocidad con que  las gotas de lluvia desaparecen en el marco inferior de los cristales. Se deslizan intentando seguir una línea imaginaria y de pronto estallan ocultándose, muchas veces sin tener muy en claro de quién.   

Perla no quiso interrumpirla. Durmió a sus  bisnietos narrándoles un viejo cuento de tradición familiar. Se dirigió a la cocina a  preparar una infusión de canela y jengibre para cuando Verónica estuviera de regreso. Sabía con certeza, que lo iba a necesitar.  

-¿Estás en la cocina, abu?  

-Si cariño. Los duendes duermen. Ya llevo una infusión. 

-¿Cómo es que siempre sabés lo que necesito? 

-Porque yo también lo necesité… 

Perla se acercó a la pequeña mesa redonda junto a la ventana. Acomodó un mantel blanco de crochet y sobre él,  una bandeja con chocolates y dos tazas de porcelana. El té siempre sabía mejor servido en esa vajilla inglesa con florecitas azules y ribetes de oro a juego con la tetera. Se quitó el chal de lana gris que cubría su espalda para  deslizarlo suavemente, desde atrás,  por los hombros de su nieta. Besó la cabeza de Verónica y se volvió en silencio para servir el té.  

-¿Desde cuándo viajas por la ventana? –preguntó sin dudar ni un segundo la abuela. 

Verónica la miró entre sorprendida y temerosa, mientras se le humedecían sus ojos claros. 

-¿Vos también lo hacías? 

-Chiquita mía, cuando una empieza a viajar, ya no hay camino de retorno.  

-Contame abu…¿Cómo te das cuenta de que algo ya no va? 

Perla comenzó a relatar.  

-Yo tenía un baúl. De a poquito fui empacando cosas. Pero no guardaba ropa,  ni joyas, ni objetos materiales.  Fui guardando sueños, sentimientos, cientos de  “hubiera”, muchos “tal vez”. Empaqué poemas y canciones de despedida.   

Antes de dormir, lo abría y espiaba. En las noches no sé por qué motivo, se veían más. Después de ese momento, venía la  vigilia verdadera. Algo se me clavaba en el pecho. No dolía. Desgarraba. El silencio era tajante. Las lágrimas lloraban a escondidas y morían de soledad  ahogadas en la hendidura de la  almohada de plumas. Yo no hacía el más mínimo ruido. Cuando él se daba vuelta yo pensaba “Ahora sí me va a abrazar. Me va a buscar. Me hará suya de nuevo”. En segundos se oían los ronquidos otra vez. ¿Sabés? A  pesar de la época  yo no era ninguna mosquita muerta y hacía lo mío para seducirle y gustarle. Pero no alcanzó. Cuando todavía las mariposas te revolotean y él no se vuelve para verlas, se quedan volando en remolino, se anudan y ya casi sin poder respirar, se te  mueren dentro.  Después de a poco, se comienzan a desintegrar y a pudrir.  

Nosotras lo hacemos muy lento. Tenemos un ritual detallado para tomar decisiones. Nos hacemos una taza caliente de té, y empezamos a escapar por la ventana. Tan lejos como se pueda. Hacemos paradas en los recuerdos, en los momentos, en el amor, en la costumbre, en las veladas perdidas.  Recorremos los miedos y volvemos revisando los rincones más vulnerables de la casa. Nos vamos preparando sigilosas para ese día. Ya no queremos discutir. Comprendemos que nadie puede ofrecer lo que no tiene, por más voluntad que le sobre. Las caricias ansiadas durante tanto tiempo, si aparecen, las sentimos ásperas, como una lija gastada que se frota contra nuestra piel.  

-¿Cómo aguantaste, abu?  

Me inventé besos, citas y amores prohibidos. Bailé bajo la lluvia y reí. Leí mucho. Una manera de vivir la vida de los otros, mientras esperaba el milagro. 

-¿Te volviste a enamorar de alguien más?  

-Sí.  Ese amor me llenó de fuerza, pero fui tan cobarde que lo envolví con papeles de seda y lo guardé en mi baúl.  

-¿Al final lo hiciste, no? 

Un día, de tanto acumulado, el baúl casi reventó. Le dí un beso en la frente y me fui. Estuve esperando meses, años… y tu abuelo no se había percatado.  

Él estaba tan sorprendido que me preguntó: ¿Así de repente, sin siquiera pensarlo? 

Acerca del Autor

Patricia Winer

Patricia Winer (Buenos Aires, 1971) Poetisa de alma y escritora en ciernes. Diplomada como Contadora Pública Nacional, su balance arroja un cero en el stock de rencores, una columna de besos morosos y un haber de abrazos pendientes. Su piel sigue sudando rebeldía. Se instaló en la piel de una inmigrante. Es siempre pasajera en trance. Vive a orillas del Mediterráneo y naufraga entre las letras. Adora leer, bailar y los buenos vinos. Odia las despedidas y nada le molesta más que una noche perdida… Sabe que si no sueña no le queda nada y si se le acaba el mundo, lo volvería a escribir…
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