Entre los surcos de mis arrugas sobrevive una impronta del fuego que ardía en aquellos años sobre mi piel. Al verano no lo daba por llegado, hasta que los pies descalzos de Lola amanecían junto a los míos en la playa, en la víspera de San Juan. Lola dejaba su pueblo con las habladurías haciendo eco; a la panadera con la masa madre a punto de leudar, y a los pretendientes con las flores marchitas. Ella soltaba al viento su melena azabache y seguía la llamada del sol hasta Alicante, para sentir sus rayos jugar, más próximos a la intimidad de su redondeado cuerpo.
La noche de San Juan siempre tuvo algo de magia y de misterio. Una transgresión a la cotidianeidad. Una chispa que me enciende, haciendo hoguera lo más místico y real de mi ser. Equinoccios y solsticios. Rituales. Almas que buscan. Cuerpos que vibran dándose licencia para más, como viajando hacia islas prohibidas…
Desde la explanada contemplo las primeras llamas que empiezan a crecer en la proporción misma de las emociones. Cúmulos de gente van llegando con sus vestimentas blancas, en busca de lugar a la orilla del mar. Miles de personas se acercan a la playa con maderas de muebles viejos, recuerdos calcinados, carencias que quemar junto a esperanzas caducas. La arena se moldea con los pasos firmes de quienes intentan dejar huella. El mar luce de gala con espuma plateada. Recibe en su regazo a la luna; más llena que el resto de las noches, con el peso de los deseos ardientes bulliendo alrededor de las fogatas.
Ya se van formando círculos alrededor de los leños encendidos. Algunos miran las llamas, otras contemplamos mucho más allá de las estrellas…
Es en ésta víspera en la que afloran espíritus extraños; las doncellas vislumbran a sus príncipes soñados, las hierbas venenosas pierden su propiedad dañina y las salutíferas multiplican sus virtudes. El imaginario de esta noche me inspira, seducida por musas extrañas y añoradas. Me sumerjo de lleno en el recuerdo de entonces, dejándome caer amorfa, derrotada por los besos apasionados que en San Juan siempre se estrenan. Cierro los ojos y la veo, puedo sentirla aquí, como a un fantasma insomne que intenta reavivar en mí una hoguera apagada que perdura.
Todo es fiesta y fervor. Un calor que va brotando desde la arena fina hacia al cielo, enrojeciendo el rostro de mis labios con los besos perdidos que aún quieren arder. Es mi turno. Hay que llenarse de valor. Vencer el miedo. Respirar. Tomar carrera. Saltar siete veces sobre la ardiente hoguera. Tirar al fuego los papeles escritos con las palabras que se quieren dejar atrás. Con el nombre de LOLA todo en mayúsculas. En cada salto me despojo de los bagajes que ya no elijo cargar y de su despedida final antes del maldito cáncer. Mi cuerpo cada vez se torna más y más ligero.
Fuego y agua para purificar. A la hora de las brujas, las mujeres corremos desnudas hacia el mar. Dándole la espalda, doy nueve saltos a las olas para los conjuros del alma y contra todo mal. Sorteo una a una la marejada de obstáculos que me presenta en su inmensidad el mar. Como la vida misma. El fuego se me crece dentro. Me quema la duda y alguna que otra certeza. Me deja en carne viva ante la osadía de buscarte entre la gente, por la playa de mi recuerdo, por la memoria de toda mi piel, mientras las llamas abrazan.
-¿Bailamos? –susurra cerca de mi oreja un hombre en la penumbra, con pantalón de lino blanco y torso desnudo y fornido.
Mis ojos ven colmados de mañana y fuegos de artificio. El crepitar del fuego de la hoguera me provoca un viaje de gozos y rituales. La fuente de los deseos perennes que necesita ser ya, retumba en el Mediterráneo junto a los petardos. La música estalla, y la fiesta, y las ganas…
Precioso. Gracias Patri.
Gracias por leerme!!!