Delante de él, al otro lado de la tumba, diez mujeres vestidas de luto lloraban a grito abierto
y él, Cornelio Cardenal, se limitaba a ver llover.  En torno, algunos cuervos pintos batían sus
alas y picoteaban la tierra recién removida en busca de gusanos. El ambiente estaba cargado
con el murmullo de las oraciones, el color de las bugambilias y el aroma triste de los crisantemos. 
 
—Así está bien. Ya estuvo bueno. Gracias por venir —les dijo, seco.

Consciente de la faena por venir, Cornelio, comenzó a fumar con parsimonia mientras pensaba
en lo largo de los días y lo corto de los años que había pasado junto a ella. 
 
 —Todo este borlote nomas por quedar bien. Ni que fuera su muerta— masculló sin dirigirse a
nadie en particular. Luego enfatizó el gesto tocándose el ala del sombrero para dar a entender
que ya debían de largarse. 
 
Al oír aquello, las lloronas y demás asistentes se marcharon como en parvada, graznando por el
camino hasta que el viento unió sus voces en un lejano sollozo. Permanecieron solo algunos
allegados y los músicos, que como aún no habían tocado… (continúa) 

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