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Por Ricardo Lapin

Lev arrastra su carrito por los pasillos vacíos. Es una hermosa mañana de sábado soleado y la luz invade por las enormes paredes-ventanales a las salas gigantescas y en un sonado silencio. Durante la semana, de día y de noche por igual, es un hervidero de personas, con bullicio de niños correteando o hablando en muchos idiomas. Los más están sentados cercanos a sus valijas, esperando que llegue el bendito anuncio para poder embarcar al avión. Ahora, sábado de mañana, hay unos pocos individuos, y entre el mar de asientos y columnas, es como estar casi solo. Pero Lev busca silencio total, soledad total para calmar sus nervios. Ya han pasado 24 horas desde su turno de ayer, viernes, en que hicieron una revisación por sorpresa a la empresa que lo emplea para la limpieza en el aeropuerto. Por supuesto que descubrieron el desmadre y el trabajo no acorde a las normas, pero esas son las indicaciones de sus jefes, Itzik y Nissim, que el diablo se los lleve, que para ahorrar gastos y pagos están dispuestos a las cosas más bajas: disolver el jabón y los detergentes para que “duren más”, estirar los trabajos de mantenimiento de las máquinas limpiadoras y así se descomponen cada dos por tres, y lo peor: obligar a los empleados a mentir y llenar las planillas diciendo que hicieron limpieza de lugares y cosas que no tocan jamás. “Todo por miserables, para ahorrar dinero” piensa Lev mientras pasa una tarjeta con cinta magnética que le abre una puerta. Pasa con su carrito con el cesto de desperdicios, los baldes con jabón y agua y el escobillón, y entra a un estrecho pasillo donde otra puerta se abre bajo el pase de su tarjeta, entrando a ahora a una pequeña sala con 4 hileras paralelas de asientos con vista a las pistas y hangares. Un tablero luminoso indica los vuelos de partida y llegada: LH686 de Frankfurt, Final, AZ806 de Roma, Final, OS857 de Viena, Landing, AF962 de París, Landing. Letras y números giran como fichas de dominó empujando unas a otras, y empujando los vuelos hacia abajo en el tablero. Un traqueteo acompaña estos cambios y rompe el silencio plácido del lugar.

Hay un par de puestos para empleados del aeropuerto, pero está todo vacío y silencioso, solo la visión de la pista y algunos blancos aviones reverberando por el sol. Lev se deja caer en una silla de espera con un pesado suspiro, y una maldición en ruso. Es una de esas salas para pasajeros en tránsito que, por causas diversas, hay que tenerlos sin que entren al resto del aeropuerto. Aquí Lev se siente a gusto, protegido, a pesar de saber que por algún lado se esconden cámaras. “Preferible a las salas con los francotiradores escondidos”, allí donde gente que no viaja puede acompañar o recibir a viajeros. “Si yo hubiera cuidado a mi fusil “Furia” como estos “bilde jaies” cuidan a sus máquinas de limpiar, no estaría aquí hoy”. Su mirada se pierde en el blanco del techo de un avión, que reverbera con el sol como la nieve del bosque de Lipiczany. “Así fue, viejo, sin antiparras de sol, ni traje camuflado para la nieve, sólo mucho odio y deseo de cerrar cuentas”.

Sin desearlo se transporta a Bielorusia, lejana en tiempo y espacio, a los nazis arrastrando a sus padres por la calle de barro, a su padre clavándole las uñas al alemán que arrastraba a su madre de los pelos, al oficial disparándoles a las rodillas ordenando “¡Töte sie nicht! (¡No los maten!)” y entonces dio la orden traer del camión “Benzinkanisters” y llegaron dos soldados a la carrera con los bidones de combustible, rociaron a sus padres gimientes y luego de una pitada el cigarrito recién encendido del oficial hizo una parábola por el aire de la calle y sus padres se convirtieron en dos antorchas imposibilitados de moverse, sólo gritar,

y sus gritos se fundieron con entrecortados párrafos de “Shemá Israel” y las risotadas y bromas de los soldados alrededor.

El adolescente Lev estaba paralizado como otras decenas de judíos alrededor, viendo la pira humana- sus padres- convirtiendo su agonía en humo y cuerpos carbonizados, y escuchando las risas y bromas en alemán “¡¡Was für ein feuriges Paar!! (¡Qué pareja tan fogosa!)”.  Por el idisch, Lev estaba preparado para comprender a los Nazis, y por aquel final infame de sus progenitores, Lev pasó de adolescente a adulto, y estaba listo para matar muriendo, para asesinar asesinos, para el sabotaje y las emboscadas. Con una navaja escondida degolló a un policía bielorruso y se escapó del gueto a la ciudad, y de allí al bosque cercano, robando comida de campesinos. Luego esculpió con su navaja un fusil con una gruesa rama de encina y pasó a asaltar campesinos polacos y robar comida: en la oscuridad su fusil era convincente. Luego, ya construido un refugio (su “zemlyanka”) en las entrañas profundas del bosque, comenzó la epopeya de su venganza.

El primero fue un motociclista, al que desnucó con un alambre robado a una granja, atándolo entre dos árboles. Ya con un arma, comenzó a hacer emboscadas. Descubrió algunos escapados de ghetos cercanos y los llevó a su zemylanka, y así pasó a formar un grupo feroz de partisanos.

“¿Cuántos “iekes” liquidé a mano propia? -se pregunta Lev desde su silla.” Quizás 500, quizás 700… ¿quién puede saberlo? Alrededor mío decenas de ametralladoras y fusiles disparaban también. Y sin contar a los policías bielorrusos y colaboracionistas polacos, “shtinkers” y carroña al servicio de los nazis…”

El tablero electrónico mueve vuelos y status de vuelos, y Lev retorna al presente. “Que ironía: el “Lobo de Lipiczany” terminó sus días limpiando baños en un aeropuerto judío. Pasé a ser invisible para millones de pasajeros, y no me molesta que multitudes pasen de largo a mi lado sin verme, pero que me pasen por encima… ¡Jamás! Ni nazis, ni NKVD, ni Nissim o Itzik, ¡Farsholtn aoyf ale eybikeyt! (¡Malditos por toda la eternidad!) Aparte, quizás tenga sentido: limpié baños en el gueto lituano, luego de la guerra en la cárcel soviética de Lubianka… y ahora aquí en la tierra de Israel. Quizás sea mi karma: limpiar mierda. Por eso limpié tanto nazi que se cruzó en mi camino…”

El tablero electrónico nuevamente comienzó su traqueteo, en contraste absoluto con la calma de ese habitáculo, con el sol sabático y el cielo límpido que los ventanales dejan ver: “IZ de Londres, Final, FR4103 de Paphos, Not Final, TK788 de Estambul, Landing, IZ388 de Belgrado, Landed, W6 2327 de Budapest, Landed”. El tablero calla, y Lev sigue el hilo de sus recuerdos. “¡Qué nación, que dictadura maldita! Luego de años de heridas y peligros, de hambre y jugar escondidas con los Nazis, luego de recibir varias medallas en pleno aniversario de la revolución, alguien decidió que soy espía por escribirme con mi hermana que inteligentemente emigró a Chile antes del desastre… ¡Escribir a un “país capitalista”!  Qué cantidad de negligentes y necios en funciones, y al “tovarich komisar” que me interrogó, le dije todo lo que hice en los bosques, todo lo que escribí a mi hermana, y también que era un “shmendrik y un shtik drek”.

Sabía que este ex -talmudista devenido a policía entendía. Diez años en Lubianka, malditos perros. Alcancé a cruzarme con Sacha Solzhenitsyn una vez, y varias veces limpié baños junto con mi tocayo Leopold Trepper, el jefe de la “Orquesta Roja”. Eso es denigrante, no limpiar inodoros: un día ser recibido en Moscú con medallas y honores, y otro te cuelgan de las axilas como a una rata, tocando el piso con la punta de los dedos de los pies. Armar y desarmar pilas de ladrillos, esperando que uno enloquezca. Pero yo, Lev Semión Milshtein, llegué preparado para los trucos soviéticos: preparé mi cuerpo en el hambre y el congelamiento, mi mente en no sentir las heridas ni las enfermedades, ser como un ciervo o un lobo del bosque, que herido se adentra en lo profundo de la taiga, al abrigo de las alimañas, para dejar que el cuerpo se reponga… si eso es lo que tiene que ser.

Y cuando venían hacia mí las imágenes y los gritos de mis padres hechos una hoguera, simplemente tomaba mi fusil y salía a buscar venganza. Disparar o acuchillar hasta entrar en trance. Una vez Malek me sacudió gritando “¡Basta Lev, están todos muertos, no desperdicies balas en cadáveres!” Y solamente así recomponía mi respiración, sentía que el espíritu volvía al cuerpo, y podía arrastrar otro día más. Por eso, cuando me liberaron de Lubianka no hice alarde de nada: esperé la hora de poder huir de esa maldita dictadura comunista. Y para ese entonces ya sabía que la venganza lo destruye a uno también. No olvidar y no perdonar, pero destilar el odio. Y por fortuna estaba Lydia, que en paz descanse, que se unió a mí en los bosques y por esa ceguera del amor me eligió como padre de sus hijos, como compañero. Realmente otro milagro que me deparó la vida: Lydia, tan bella y sensible, tan mujer y tan sabia, elegir a un “bilde jaie” como yo… Sé que conmigo se sentía protegida y, como yo, los perdió a todos y a todo. Pero aun así, tanto cariño y aprecio, tanto amor que yo no sabía cómo corresponder… Y luego de diez años estaba allí, esperándome con los chicos… y me consta que no buscó ni supo otro hombre en esa década de dura vida, acosada por las autoridades, malditos perros. Una vez quise disculparme y ella me tapó la boca con suavidad y diciendo “Lev, no digas nada, tú simplemente tienes que estar, eso es todo. Aquí estás conmigo, y es más que suficiente”. No comprendo por qué merecí un regalo así, alguien que me conecte con la Vida, que me demuestre a cada instante que existe la bondad, la belleza, quizás la santidad en este maldito mundo. Llegó la hora en que la URSS se hartó de los judíos y decidió abrirles las rejas en pequeñas cantidades. Yo no era lo que se dice sionista, pero como judío quisieron aniquilarme nazis y comunistas, y los sobreviví a ambos. Así que me anoté para emigrar a Israel, ese lugar que era un vago recuerdo de infancia, de las plegarias de mis padres. Amigos me dijeron “Lev, una vez allí puedes llegar a Canadá, a Australia, a todo el mundo”, pero lo cierto es que comenzar de cero una y otra vez no era para mí. Y aparte Lydia dijo “Este es el lugar para nuestros hijos, sin odio como vivimos nosotros y nuestros padres”. Y ellos crecieron y se casaron, Lydia alcanzó a disfrutar de algunos nietos, y luego esa enfermedad del diablo, que se la llevó rápidamente. Y al ser así de virulenta sufrió poco al menos, mi pobre ángel…

Los chicos ya son grandes y yo combato mi soledad con una rutina de trabajo, con largos turnos nocturnos y diurnos, sábados y feriados, limpiando pisos, inodoros, piletas y cestos de basura. Mi vida ha sido un circuito que comenzó y termina limpiando inmundicia.  Desde ayer que no duermo pensando qué hacer: en otras épocas hubiera partido el palo de la escoba en dos mitades y habría ensartado a Itzik o a Nissim, antes que los de seguridad me bajen a tiros. Pero ya estoy algo oxidado para esas cosas por un lado, y por el otro sé que Lydia no me lo perdonaría jamás: tirarles a nuestros hijos y nietos el estigma de un padre o abuelo loco… Y finalmente cayó la decisión: terminaré la vida como la viví en las malas y en las peores, con Dignidad.”

Lev mira los aviones brillantes y el cielo luminoso sobre ellos. “¡Qué calma!” se dice sonriente, y golpeando ambas palmas sobre las rodillas exclama “¡Al trabajo Lev, te queda tu última misión! Cumpliste tu ciclo”. Se incorpora sobre la silla y empieza a hurgar en la solapa interna del cuello de su camisa. Al tacto da un tirón y rompe una costura, dejando caer sobre su mano expectante una pequeña cápsula de plástico. Abre la cápsula y una pastilla blanca cae sobre su mano izquierda. “Aquí estamos mi vieja camarada, mi querida Babuchka. ¡Hemos pasado un pedazo de vida, joder! Cuando el “Komisar Leonid” se contactó conmigo en el bosque y me hice pasar por comunista para recibir municiones, minas y medicinas, en nuestro segundo encuentro trajo, entre otras cosas un radio-operador y una bolsa con “pastillitas”. Me dijo en caso de caer en manos nazis, lo más importante era no delatar y no dar datos al enemigo. Como si yo no dejara un cargador sin disparar para reventarme los sesos antes de caer prisionero. Pero tú querida Babuchka, pasaste a ser mi compañera más cercana, quizás más que Lydia: acompañarme siempre escondida, aún en Lubianka. En los bosques tuve de pronto otro cargador de balas para matar más nazis. Luego en la cárcel, la rutina de esconder cada día la cápsula en mis intestinos y recuperarla en el baño. Esconderla temporadas de enfermedad en mi celda, o nuevamente dentro de mi cuerpo. Una década de vida así, jugando contigo a las escondidas vieja amiga. Luego inmigrar conmigo en el cuello de la camisa, estar luego en la cajita con las medallas. De algún modo tú eres la medalla más práctica, la más representativa de la CCCP (Soyuz Sovietkij Socialisticheskij Respublik). La república que prometió paz, pan e igualdad, y terminó siendo veneno puro, un ácido que consumió a los mejores y a las mentes más elevadas de esa puta revolución. En fin, Vei mir”.

L

ev se quita el delantal de la empresa de limpieza, lo dobla prolijo sobre la manija del carrito, y se pone a hurgar en un bolsillo del pantalón. De un enorme manojo de llaves desengancha con cuidado una por una, varias medallas. Las cintas de colores están algo desgastadas, pero Lev las acomoda en hilera en la silla de al lado, como si fueran un personal tesoro. De hecho, es parte del reconocimiento a su coraje, su personal sacrificio, y su aporte en la victoria contra los nazis. Luego se las comienza a colgar de su camisa, encima del bolsillo izquierdo, y luego en segunda hilera, sobre el bolsillo: la primera, la medalla de Caballero de “La Orden de la Bandera Roja”, en reconocimiento por acciones militares. En su caso, por el ataque y la destrucción de 3 puentes sobre el río Dniéper, permitiendo el embolsar y aniquilar una división Panzer en retirada. Luego la “Orden de la Guerra Patria, 1ra Clase”, otorgada a partisanos. Luego, la “medalla a la excelente puntería”, que le diera personalmente el “Komisar Leonid” en 1942, en pleno bosque, cuando tras una delación estuvieron a punto de ser cercados, y él con un grupo de doce combatientes tuvieron a raya a la Whermacht y a las SS, permitiendo el escape de su unidad. Sesenta y tres alemanes murieron, y de los doce sólo Lev y otros dos escaparon con vida. Los 3 recibieron medallas. Luego se colocó las últimas dos medallas conmemorativas del 20 y el 30 aniversario de la “Gran Guerra Patria”, para supervivientes de la Guerra. Lev se alisa la camisa con sus medallas, y de pronto se le escapa una tremenda carcajada. “Y todavía me deben una, que fui a exigir a la embajada soviética en Tel Aviv, la del “40 aniversario de la Gran Guerra Patria”. El idiota de la embajada se puso rojo (¡y eso que él no estuvo en el Ejército Rojo!) y comenzó a gritar “¡Ud. no tiene vergüenza, estuvo desde 1947 en Lubyanka y otros centros de detención! ¡Criminal y traidor!”. 

Y yo le repliqué tranquilamente que lea todo el prontuario, porque en 1945 fui recibido en el Kremlin con todos los honores por el Mariscal Zhukov, que me entregó una medalla al mérito militar, y aparte, aunque fui preso en 1947 fui liberado y excomulgado en 1958, y prueba de ello es que me dieron la medalla al 20 y 30 aniversario del fin de la guerra. ¿por qué causa no recibir la del 40 aniversario una década después?”. Le dejé en su despacho una foto de todas las medallas recibidas y lo dejé ladrando. No mucho tiempo después vino la Perestroika, pero ya no quería pisar la embajada maldita”.

Lev se levantó con parsimonia, y erguido, se fue al cuarto de baños de caballeros. La silueta masculina y la palabra “Gentleman” le sacaron una sonrisa: “Sí señor, abran paso al caballero Lev, me gané la Orden de Caballero de la Bandera Roja”. Lev se mira en el espejo, se lava las manos con abundante jabón, y se pasa las manos húmedas por la cara y la cabellera plateada. 

Su imagen levanta los hombros y el cuello, posa su mano derecha sobre sus medallas y una sonrisa de satisfacción se estira en su rostro. Hablando al espejo declara: “Itzik y Nissim, se pueden ir a lo que son ¡a la mismísima mierda!” Y luego, mas calmo, tira un beso con la mano a la imagen que le devuelve el espejo, esta vez con los ojos llorosos… “Adiós mi ángel, mi princesa, muy pronto estaremos nuevamente acostados uno junto al otro”. Lev sale del cuarto de baño, y esta vez se sienta en el asiento más próximo al ventanal, en la punta de la hilera de sillas. Saca la cápsula de plástico, la abre y saca la pastilla de cianuro. Se vuelve a colocar la cápsula vacía en el bolsillo. “No voy a darles trabajo a mis colegas limpiando porquerías mías” dice sonriente Lev.  Mira a la pastilla en su mano derecha y dice espontáneamente su último discurso, de despedida: “Hasta aquí llegamos Babuchka, mi vieja camarada. Los sobrevivimos a todos: a Hitler, a Stalin, a Kruschev… hasta a Lydia, mi ángel de la guarda.  Dentro de unos días contados será Pesaj, la Fiesta de la Libertad, y el viejo Lev, que está muy harto y cansado de guerras y  conflictos, les dice adiós a todos. El “Lobo de Lipiczany” cumplió su misión en este mundo, y se retira a celebrar su ganada Libertad. Adiós padres… ¡Shemá Israel!”

Como un resorte su mano empuja la pastilla a la boca, la muerde, y el efecto es inmediato. El gusto suave de almendras amargas se convierte en quemazón en la boca y la garganta. Lev cae contra el respaldo de la silla y sus brazos y piernas se sacuden en contracciones y convulsiones durante unos segundos. Su cabeza cae a un costado con una sonrisa que contrasta con la mirada vidriosa y la espuma blanca que escapa de su boca entreabierta. El tablero comienza su traqueteo de vuelos que llegan, que aterrizan, que han parado sus motores. Cuando el tablero calla, el motor de Lev se ha detenido también, para siempre. El sol del mediodía hace brillar las medallas sobre el pecho de Lev, en medio de un silencio total.

Lo encontró una empleada de limpieza del aeropuerto varias horas después. Llegó la policía, y en su bolsillo encontraron un papel arrugado, con una escritura casi infantil y errores ortográficos en hebreo que decía “¡¡Itzik y Nissim, Malditos Hijos de Puta!! Varios turistas sacaron fotos con sus celulares del cuerpo de Lev cubierto de medallas sacado del aeropuerto en la camilla, y los subieron a las redes sociales. La policía tuvo detenidos a los dueños de la empresa de limpieza, y los interrogó una y otra vez sobre cómo y por qué Lev tomó una pastilla de cianuro. Fueron liberados en vísperas de Pesaj, y al salir del departamento central de policía, Alexander Milshtein -hijo de Lev- los atacó con un caño de aluminio de 2 pulgadas.  Itzik fue hospitalizado, y Nissim atendido por el Maguen David Rojo y enviado a casa con un ojo hinchado y tres dientes menos. “Sasha” Milstein pasó el Pesaj en espera de juicio en encarcelado en Abu Kabir, y todo el “Jol Hamoed” de Pesaj, un grupo cada vez mayor de manifestantes exigía la liberación de Alexander y meter presos a Itzik Y Nissim por el asesinato de Lev. La prensa radial, escrita y televisiva israelí le dio unos minutos de atención al asunto, pero los únicos que encararon seriamente el “Caso Lev Milshtein”, fue la prensa en idioma ruso en Israel. El canal de televisión RTVi dedicó un programa de investigación de dos horas en el “prime time” de la noche de viernes, entrevistando gente que conoció a Lev: amigos, familiares y hasta a dos camaradas de su grupo partisano y un compañero de desgracia en Lubianka. El programa fue retransmitido en las redes “Eco TV” y “Russia Today”, en idioma ruso.

Pero quizás la crónica más completa fue la realizada por el periodista Daniel Soffowicz, que hizo una investigación exhaustiva y publicó la biografía y fotos de Lev en el periódico israelí “Vesti”, en idioma ruso. Apelando a colegas en archivos en Rusia, sacó información de sus acciones heroicas como partisano, de sus colegas y parientes, y hasta de los archivos de NKVD, de sus tiempos de prisión. El periodista resume su larga crónica diciendo: …” sin dudas la vida y obra de Lev Semión Milshtein es ejemplar, digna de inspiración sobre cómo sobreponerse al dolor y al sufrimiento, llenarse de coraje para combatir y salvar vidas ajenas, soportar el escarnio y la injusticia, y sobre todo sobre la resiliencia ´para levantarse de las cenizas del odio una y otra vez, y reconectarse con la Vida. Queda aún por esperar al bardo que escriba unas poesías y al ton de la balalaika la epopeya de Lev se convierta en canción inmortal de pastoras y campesinos, de alumnos y de camioneros, de enamorados y de enfermos. Quedamos a la espera de la imprescindible y merecida oda, de la balada para Lev.”

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