Por Ricardo Lapin

Fue sorpresivo.

Fue furtivo,

circunstancialmente corto.

Fue intensamente

vívido,

contra designios y planes

lo decidió el destino.

Sin golpes de puerta,

encuentro ido,

ansiedad y charla,

sangre de vino.

Noche levantina,

de humedad, calor y ruido.

Sucedió en un

café repleto, gente joven,

charlas, risas,

y un escalofrío.

Desde la barra, solitario,

un par de ojos fijos.

Ella lo percibió de golpe,

el impacto,

el navajazo de su mirada.

Y luego descubrió su sonrisa

Y le correspondió, sentada.

Sintió un rubor, un crepitar

interno, pero mantuvo la vista,

empecinada.

Sintió el tic-tac de la sangre,

se supo febril, casi

enamorada.

Mirada y sonrisa

se aproximaron:

presentación cordial,

los ojos chispearon.

El la invitó a caminar,

ella luego a su casa.

Sin cesar la charla,

subieron oscuras escaleras

hasta su pieza

en la terraza:

titilar de cielo estrellado

y de un cartel de neón

en un costado.

Un cuarto cálido y aún caliente,

calor del día pasado.

Se hablaban y se miraban

a distancia de un paso.

De pronto él le acarició la cara,

como al acaso.

Del diálogo al abrazo

y de la charla al diálogo

por otros remansos.

Noche de verano,

entre humedad y silencio

 se desnudaron.

El neón alumbraba

cuerpos rojizos

y azulados.

En la penumbra el frenesí,

los gemidos

y una ansiedad de urgencias,

de golpe de viento, de tormenta

que crece y se derrama

cual volcán, en efervescencia.

Entre las sombras

sólidos libros,

mudos testigos,

ropa caída sobre la alfombra,

y una lejana luna

que no se asombra.

Sentirse sentir,

sentir sentido.

Oleadas de espasmos

incontenidos.

Afuera noche

adentro río

que desemboca,

río tranquilo.

Entre las penumbras

resplandores rojizos,

pieles felinas y

húmedo rocío.

Entre las penumbras,

Noche de estío,

se ahogaron dos gritos.

Fue intensamente corto,

casi escondido.

Fue casual,

fue carnal, el destino.

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