Aquel verano no se anunciaba como el de otros años. Traía en su haber el desconsuelo del cambio climático. Lluvias a granel, cuando se esperaba que el sol irradiara sus encantos. Lucía mustio entre las nubes, tímidamente un rayo que otro, señalaba que podía ser la estación veraniega con una sola golondrina, huésped del horizonte. En su soledad, dejaba ver que el estío tendría otro vestido, más oscuro y menos dispuesto a la fiesta de los que saben aprovechar el calor. Afuera, todos los bronceadores, los bikinis y los paseos al borde del mar.
-¡Cuánto dolor da que no podamos aprovechar los baños ni las olas como solemos hacerlo cada año! -dijo una anciana sin demasiados años por delante.
-¡Qué tristeza! Sabernos condenados a un infierno sin el verano que nos sonría- enunció el poeta.
-¿Quién hubiera podido imaginar que la vida nos daría una lección de ecología?-manifestó el filósofo.
-Si sigue así, el descuido por la naturaleza y la violencia del hombre imponiendo su forma de actuar, sin respetar su equilibrio ¡no sé adónde iremos a parar! -escribió un periodista en un famoso diario del país.
-Hice tantos bellos planes para pasar con mi familia una estadía en la casa de verano junto al Mediterráneo y todos los planes se ahogaron en las inesperadas aguas- profirió una burguesa.
-El deshielo de los polos nos indica que, si seguimos así, pronto veremos desaparecer los lugares cerca al mar. Estamos frente al fenómeno de ver más agua y menos tierra firme- alarmó un meteorólogo.
-Los bruscos cambios de la meteorología testifican que vamos por camino equivocado- manifestó la madre frente a sus hijos.
-Qué vaina, otra vez encerrados en casa- pensó, mortificado, un obrero.
Una lágrima sobre una mejilla recogía toda la decepción de ver un verano parecerse a un otoño o un invierno.
Comentarios por el estilo se escuchaban por doquier. Las expresiones ya no ostentaban júbilo ni parecían dispuestas al descanso. Un rictus de tormenta acompañaba los rostros.
Cansada de su desolada suerte, la golondrina aleteaba y aleteaba un horizonte gris. De repente cayó en un jardín, donde un pequeño de unos diez años, jugaba con un balón. Iba a patearlo cuando descubrió la golondrina casi muerta al costado. La tomó entre sus manos y la llevó a la casa para cuidarla.
Pocos días después, la golondrina emprendía un nuevo vuelo, junto con otras que cruzaban el firmamento.