“Uno corre tras la liebre y el otro, sin correr, la alcanza” Dicho popular
Se acercaba la hora del crepúsculo y de entre las cañadas de aquellos cerros pelones, con apenas uno que otro pino ralo y trespeleque, bajaban ventarrones turbios que, ululando a su paso, anunciaban el final del verano. No que hubiera mucha diferencia, pues si bien, los días se volverían más cortos en San Miguel del Cobre, como en muchos otros pueblos mineros, el viento jamás cesaba y el sol, no era más que un astro lejano e indiferente que no llegaba nunca a calentarles del todo. En las ocasiones en que llegaba a repegarse a la tierra, árida y reseca, prefería siempre guardar sus rayos para mejores puestos y mejores gentes.
Con la luz oculta ya tras las moles grises y pardas que rodeaban el valle, los habitantes se fueron poco a poco haciendo menos, apresurados por no encontrarse a deshoras fuera de casa, pues en pueblo chico, infierno grande. Santiguándose, se marchaban en grupos y a paso leve por entre las callejuelas empedradas del centro hasta dejar el pueblo reposando en la soledad del crepúsculo. Una vez dispersos los transeúntes, bajo la tenue luz de los faroles imperaba el silencio de la ausencia, salvo por dos almas que intrigaban, cubiertas bajo el manto nocturno.
Acurrucadas en el kiosco de la plaza, medio ocultas tras el barandal, y no sin razón , dos jóvenes mujeres seguían con la mirada, los pasos firmes de un hombre formalmente vestido. El pantalón oscuro, la corbata azul y una impoluta bata blanca, delataban a leguas que se trataba de un médico en servicio o cuando menos, de alguien perteneciente al personal de salud. Estaba por demás decir que no abundaban los profesionistas y cualquier forastero, desentonaba en el canto pausado y triste de aquel lugar.
Los ojos de una de ellas, negros y despulidos, pero atentos y sagaces, como los de los cuervos, se empeñaban en buscarle la cara . Los de la otra, en remembranza a los de las lechuzas, eran grandes, áureos y muy vivos, pero con menor interés en dilucidar las trazas del individuo, dedicándose en cambio, a saltar de un lugar a otro, buscando algún recoveco donde posarse. En aquel contraste de luz y sombra, se fraguaba un plan. Un plan de mujeres.
—Anda Eloisa, nada más acompáñame. Pa’ disimularle tantito. En sabiendo lo que quiero saber, nos vamos.
—Hace un año fue aquel ingeniero alto ¿Cómo se llamaba ?
—Carlos. Carlos Bustamente.
—Andale, ese mero. Nada mas acuerdate de como te fue.
—Eso fue diferente.
—Si con diferente te refieres a mentiroso y casado, pues si. Vaya que lo fue.
—Cómo eres conmigo oye . Te lo estoy pidiendo como amiga. Tengo el presentimiento de que este nuevo doctor, puede ser el bueno.
—Y yo tengo el presentimiento de que; cuando el tecolote canta, el indio muere.
— ¿Qué dices? ¿ Esa madre qué significa ?
—Nada. Nada. Vámonos de una condenada vez— respondió Eloisa convencida de que el asunto terminaría mal.
Ingresaron a la clínica, para encontrarse con una sala de espera vacía, con hileras de butacas plásticas, perfumada con el olor esteril a desinfectante y el aroma a miel pasada de la yodopovidona. Cimbrada frente a ellas, semejante a un cancerbero de piedra caliza, a la entrada de un antiguo templo, una enfermera rolliza, de carnes morenas, vestida con chaleco y cofia, grababa en su rostro una mueca de pocos amigos.
—Sara Juana, bien sabes que a esta hora, solo atendemos consultas de urgencia- dijo la enfermera mirando el reloj colgado en la pared posterior, por sobre las dos mujeres.
—Claro que es una urgencia, Jacinta—respondió la chica de los ojos oscuros.
—¿Y cuál es ? Si se puede saber— preguntó la enfermera sin cambiar su tono ante el intento fallido de familiaridad.
—Me falta el aire, me siento débil y tengo dolor aquí— dijo señalandose la garganta.
—No me parece que sea una urgencia- respondió cortante— si te faltara el aire, no estarías parloteando.
—¿Acaso eres tú la doctora?
La expresión de la enfermera se tornó feroz, y se incorporó con todo el peso de su humanidad, inclinándose levemente sobre la figura de la chica, haciéndola ver en comparación casi como una niña. El vetusto ídolo cobraba vida, dispuesto a vedarles el paso. Parecía como si de un momento a otro se exasperaba y les negaría la atención. Eloisa que hasta ese momento se había mantenido aparte de la situación, intervino.
—Su padre ha estado en cama con estertores, dificultad respiratoria y fiebre episódica. Podría ser tuberculosis- enunció con la serenidad de quien sabe de lo que habla.
—Voy a avisarle al médico— dijo la enfermera. Después, sin más remedio, se dio media vuelta y las dejó atrás, solas.
— Eso chingona— le susurró Sara Juana a su amiga y luego agregó – ¿Cómo se te ocurrió eso de la tuberculitis?
—Tuberculosis— le corrigió. No tiene importancia. Lo aprendí por ahí.
La enfermera, Jacinta, anduvo los escasos metros que la separaban del consultorio, ingresó y cuando estaba por cerrar la puerta tras de sí, sacó la cabeza por el espacio que restaba entre ella y el marco para dar una orden a Sara Juana.
—Apúntate en el libro de visitas. Nombre completo, número de afiliación y hora.
—Conoces bien mis datos, además es tu trabajo.
Desde dentro, hablo una voz masculina, baja y tranquila. ¿Sucede algo Jacinta?
Jacinta negó con la cabeza y permaneció en su posición.
—Chingado. Basta ya. Se comportan como dos niñas- dijo fastidiada Eloisa y tomando un bolígrafo plasmó los datos de su amiga en el diario.
En el consultorio, el médico aguardaba el ingreso de la paciente, pensando en lo que le parecía sería un síndrome de las tres «P», que en la jerga médica significa «puro pinche pedo» es decir, el paciente tiene todo menos una enfermedad a tratar.
Tan pronto las chicas cruzaron el umbral de la puerta, el médico se puso en pie solícito para recibirlas. Sara Juana se adelantó extendiendo la mano para saludarle, sus ojos fijos en el rostro del hombre, que si bien no era apuesto tenía un aire de elegancia y formalidad.
El doctor le estrechó la mano con gesto amable. Se presentó como el Dr. Roberto Valero y les invitó a sentarse. Tras una breve mirada a Sara Juana, sus ojos se clavaron sobre Eloisa, que permanecía a unos pasos de la entrada. Se alegró de que no fuera ella la que buscaba atención, pues según la ética, (que en este caso se trataba realmente de una serie de guías y no la ley escrita en piedra) estaba prohibido salir con los pacientes de uno.
-¿Usted también va a consultar? le preguntó sabiendo de antemano la respuesta.
– No solo vengo a acompañar a mi amiga. Parece que ha desarrollado un cierto cuadro de infección respiratoria baja.
– ¿Una colega ? – agregó el médico sin poder evitar una leve sonrisa.
– Me hubiera gustado, pero no. Soy solo la maestra de la secundaria y bibliotecaria del pueblo. Además, para estudiarla hay que ir hasta la capital.
– Si, es complicado- asintió el médico- En fin, vamos a ver que tiene la paciente.
En ese instante, Sara Juana viéndose convertida en el centro de atención de nuevo , se colocó la mano derecha sobre la base del cuello y dijo:
-Desde hace días me duele aquí cuando respiro, creo que mi padre pudo haberme contagiado.
Eloisa se acercó lentamente para tomar el asiento contiguo al de su amiga frente al escritorio. Durante la consulta, se dedicó a prestar atención al interrogatorio clínico entre aquella y el Dr. Valero, pasando los ojos del uno al otro como si buscase algo, mientras pensaba: “Colega. Me gusta como suena eso”.
Continuará…
Despierta curiosidad y ganas de leer el Próximo …que va pasar …