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Por Ricardo Lapin

Decía Borges que el oficio de las armas es un noble oficio. Lo decía por sus ancestros militares y porque según él, la épica -madre de la poesía y la literatura- nació de esa conjunción de armas y hombres. Pero también porque traicionó a esa estirpe de guerreros y conquistadores, y en su salud nada formidable primero y en su progresiva ceguera después, la muerte heroica arma en mano le estuvo vedada. En esas circunstancias se idealiza un poco la guerra, si bien camaradería, hermandad de combatientes y heroísmo existen.

Mi estirpe nada gloriosa fueron obreros y pobres artesanos del oficio viejo del “shnaiderai”, esa alquimia que los judíos convirtieron en oficio decente de tiempos en que sólo podían tratar con basura o impuestos. Ser ropavejero era convertir trapos sucios y viejos en renovada ropa nueva y limpia, escondiendo sus anteriores reencarnaciones. Pero, aunque todo lo que querían mis padres y abuelos era un calmo pasar, generación tras generación se veían empujados a empuñar las armas, ya sea para proteger la comunidad en un pogromo, o enlistados a la fuerza para guerras ajenas de reyes y emperadores. Así, mi abuelo paterno sobrevivió la primera guerra mundial, donde luchó contra mi abuelo materno, uno para el Zar y el otro para el emperador austro-húngaro Franz Josef. 

El ruso retornó a su joven esposa e hija solo para ser enlistado nuevamente en esa guerra civil entre mencheviques y bolcheviques.

Harto de guerra y muerte, escapó.  Y quiso el destino que fuera para Sudamérica. Luego ese territorio austral se llenó de nazis y mi padre se hizo de un arma para defenderse a él mismo y a su comunidad.

Mientras tanto, mis cuatro tíos maternos refugiados en la Unión Soviética, fueron enlistados en el Ejército Rojo para luchar contra Hitler. Sobrevivieron y escaparon todos también rumbo al sur. Tanto mi padre como mi abuelo eran simples obreros sin veleidades de gloria ni medallas, tan solo tener trabajo, calma y un sustento para sus familias, esos eran todos sus sueños. Cuando llegó mi hora de salir a un lejano exilio, escapando del peligro, solo fue para caer en otro: debía, al parecer, ir a la guerra, pero cuando tuve que enlistarme en el ejército en mi país natal, me hice desertor.  Y lo acepté como acepté mi condición de inmigrante, de judío, o mi altura o número de zapato: era, al parecer, un karma de familia. Karma que implicaba a su vez, no ser miembro de ejércitos de desfiles, eso no. Era prepararse para la guerra y ésta llegó.

La preparación comenzó cuando enterré a Claudio, compañero y amigo de travesía, de cuarto en el internado, de carpa militar improvisada con dos colchas, cuando murió con apenas dieciocho años.  Y comprendí en la guerra a mis abuelos, tíos, padres. Sentir, como ellos, el aliento de la Muerte en la nuca. Esa comida improvisada que puede ser la última, esos pensamientos sobre el ser y la nada, sobre supervivencia y Vida. De no estar allí, estaría bajo otros cañoneos en las islas Malvinas, o Falkland, lo mismo da para morir. Pero astutamente me fui a esconder bien lejos, a Beirut.

Después de la guerra, creí que casi no quedaban en mí cosas que pudieran morir: tanto quedó allí entre columnas de humo, que percibía que lo poco intacto era sin dudas intocable. Nuevamente el karma familiar. Durante un tiempo, viví en un territorio de sombras. Algún camarada terminó en un hospital psiquiátrico, algún otro se hizo religioso en un ataque de post-trauma místico. La gran mayoría continuamos, agradeciendo cada nuevo día estar de un solo pedazo.

Sin embargo, la gran lección de Vida no me la dio la guerra sino mi madre. Ella, que sobrevivió como niña a la Shoá, no pudo de adulta con sus recuerdos y cortó amarras con la realidad, huyendo a la nebulosa y calma demencia. Varias veces casi congelada en la nieve, décadas después sus pies comenzaron a perder la circulación. Tres veces los médicos me anunciaron que moriría en la mesa de operaciones para amputar la parte gangrenada y tres veces sobrevivió contra toda lógica. No sabían que “sobrevivir “…era su especialidad.   En mi última visita estaba ya sin rodillas, quejándose amargamente de sus dolores, que la morfina y otros fármacos no calmaban. De pronto hizo una pausa y comenzó a cantar: “la cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar…” y luego en hebreo otra canción “Aquí nací, aquí nacieron mis hijos…” y luego retornó al dolor y su letanía de lamentos. Murió una semana después, y mucho tiempo me pregunté que significarían esas canciones en medio del infierno que su cuerpo le hacía pasar. Hasta asimilar que, aún demente y con dolores atroces, se reconoció con VIDA, y presto se puso a celebrarlo. Porque entre infiernos y efímeros momentos felices, entre injusticia y dolor, amor y pérdida, la Vida es un regalo inigualable, quizás lo más sagrado que existe en este mundo despiadado. Una buena causa para reír, bailar, llorar o cantar.

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