Por Eduardo Duschkin

El trámite del ingreso me resultó insoportable.  Primera etapa: papeleo.  Documento de identidad, constancia de vínculo familiar directo con el detenido, solicitud de visita, aceptación del convicto y, por último, autorización del juez.  Ocho meses de espera para un encuentro de dos horas. 

La segunda etapa, previa al ingreso al penal, fue más corta pero denigrante.  El “cacheo” en busca de objetos prohibidos que pudieran intentar introducirse.  La frustración de la tarea del carcelero, se vuelca de la manera más agresiva posible en cada una de sus búsquedas. 

Finalmente, me acompañaron hasta el “locutorio”.  El guardia se retiró apenas unos metros fingiendo profesional indiferencia. 

Me quedé sentado, mirando hacia la puerta por la que aparecería Alfonso, mi padre.  Dieciocho años después. 

La persona que vi llegar, esposado y acompañado por otro guardia, no tenía nada que ver con los borrosos recuerdos que guardaba de él.  Estaba canoso, arrugado, sin expresión en su rostro y con su mirada clavada en el piso.  El tiempo que le demandó llegar hasta la mesa en la que lo esperaba, me pareció una eternidad. 

Finalmente, quedamos sentados frente a frente. 

De manera instintiva, alzó sus hombros como diciendo “¿Qué te importa?”.  Levantó por primera vez su mirada, clavándola ahora en la pequeña ventana que daba al patio de presos, en el que el sol se permitía brillar. 

Permanecimos en silencio el resto de las dos horas que duró la visita.  No pudimos, o no intentamos, encontrar un tema de conversación con el que matizar la espera. 

Con alivio, vimos llegar a los guardias que anunciaron que el tiempo se había acabado.  Nos levantamos y caminamos en direcciones opuestas, sin mirarnos ni saludarnos. 

Casi seis meses después volví a buscarlo para su primera salida de tres días.  Cumplimos los trámites burocráticos y salimos. 

Esta vez, un cielo encapotado y gris, dejaba caer una fina y persistente llovizna.  Alfonso levantó su cara y se quedó largos minutos dejando que lo empapara. 

Caminamos hasta el auto y partimos.  El viaje se hizo interminable conmigo concentrado en el tránsito y Alfonso mirando por su ventanilla. 

Al llegar a mi casa, que había sido la suya, noté su resistencia a entrar.  No obstante, me permitió tomarlo del brazo para hacerlo juntos.  Miraba temeroso cada rincón. 

Subimos hasta la pequeña habitación que había en un altillo de la casa y allí se quedó. 

A la mitad de la mañana siguiente, hice mi habitual pausa para prepararme un café.  Entré en la cocina y lo encontré en la misma silla en la que, veinte años atrás lo vi sentado llorando, con el cadáver ensangrentado de mi madre tirado a sus pies. 

Y agregué: 

Por primera vez en mi vida, me miró a los ojos.  Pude descubrir así un especial tono acerado en los suyos que, hasta ese momento, creí exclusivo de mi hijo. 

Me cebó un mate y me dijo: 

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