Fue una tarde de invierno, con el solsticio por terminar, que mis delirios se esfumaron. Era entonces un iluso estudiante de medicina que trabajaba en la morgue para solventar gastos, y de paso, incrementar mis conocimientos, pero de nada valieron mis esfuerzos.    

 Bastó reflejarme en sus ojos vacíos y profundos que miraban sin mirar, para darme cuenta.  

— Andate a ayudar a la doctora Malacara— dijo el laborante esbozando una mueca facinerosa.

 La mención de aquella desconocida evocó en mí la imagen de una anciana encorvada sobre la mesa de disección. 

Avancé por el pasillo, y en el habitual olor astringente de la formalina, percibí una tenue fragancia, melancólica y floral, que me recordó fugazmente las manos de mi madre.

 — Cempasúchil y crisantemos— reconocí.

Entre los destellos metálicos y la luz mortecina, contrastada ante los viejos ladrillos, una estilizada figura se erguía sobre el cadáver. 

La hermosa mujer, vestía bajo su traslúcida bata, un elegante vestido que fulguraba como una noche estrellada. Su rostro carecía de edad, pero sus ojos tenían la lucidez de incontables años.

— La belleza puede ser terrible— pensé sospechando que contemplaba la gracia de un ángel o de un demonio. 

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