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Por Daniel Blumenthal

Los ascensores del edificio ¨Jerusalem Capital Studios¨, estaban todos ocupados y ya habían subido y bajado dos veces hasta el quinto piso sin parar.  Cuando se me acabó la paciencia, abrí la puerta de hierro que da a la escalera y comencé a bajar.

El edificio a un extremo de la calle Jaffa es la morada de un imperio.  Sede de la mayoría de las televisiones y agencias de noticias extranjeras que operan en Israel.  «El cuarto brazo del poder» las llaman en las democracias.


En el tercer piso me encontré con Tanya, la puerta detrás de ella aún se cerraba lentamente, apretando la palanca hidráulica.  «Hola Michael, ¿tú también estás aquí? ¿Qué está pasando con estos ascensores hoy?»  me preguntó sin esperar respuesta, acomodando las correas de la cámara que llevaba a ambos lados de su cuerpo, colgando alrededor del cuello.

¨Salgo a tomar café antes de que vuelva a llover¨, dije.

«Good, un café me sienta bien, voy contigo a tomar sol», respondió en inglés.

Nos conocemos desde hace muchos años. Tanya es algo mayor que yo, veterana en el negocio del periodismo y en los últimos años hemos cubierto simultáneamente decenas de eventos noticiosos.  Una vez, cuando nos encontramos en la puerta de la escuela secundaria, nos enteramos de que nuestras hijas estaban en la misma clase.

Caminamos por la calle Jaffa hacia el mercado Mahane Yehuda.   En las aceras mojadas todavía se veían los signos de la lluvia que había caído ininterrumpidamente durante varios días hasta esta mañana. 

El movimiento de personas y el tráfico de vehículos era escaso.  La ola de ataques terroristas de la segunda Intifada mantuvo a los israelíes alejados de las principales calles de las ciudades y de los centros comerciales.  Frente a nosotros pasó un autobús medio vacío con la mayoría de las ventanillas abiertas.  Los pasajeros de Jerusalén ya sabían por tristes experiencias ajenas que la onda explosiva de una bomba es menos letal cuando están abiertas las ventanas y estaban dispuestos a exponerse al frío sin siquiera dudarlo.  

¨¿Conocías este detalle que es evidencia del carácter pesimista y determinista de los residentes de la capital?  A mi me lo mencionó Joao Da Silva, el corresponsal de la revista Veja de Brasil que visitó Israel hace un par de semanas.  ¿Te acordás de él, verdad?” 

Tanya asintió como quien ya hubiera oído esta historia. “Se subió a la línea 25 en Binyanei Hauma, viajó las 32 paradas hasta Bet Hanina, cruzó la calle y lo tomó  de regreso.  En el camino se congeló de frío hasta entender el motivo¨.  

Yo ya lo sabía, conocía esas leyes simples de física que forman parte de la cultura general, pero tuvo que llegar un corresponsal extranjero que no vive aquí entre nosotros para formularlo como una actitud de supervivencia. 

Dos mujeres policías con uniforme de Mishmar Hagvul -la guardia de fronteras- caminaban por la acera de enfrente con la mano en la empuñadura de sus rifles, los cargadores insertados y el dedo en el gatillo.  En dirección contraria se acercaba un patrullero.

«¿Sabes si hay advertencias concretas sobre Mahane Yehuda?»  Tanya puso una mano sobre una de sus cámaras:  «I don´t know, pero estoy lista para cualquier eventualidad», respondió con voz pícara. 

Caminamos por la acera brillante bajo el sol invernal del mediodía y hablamos de las últimas osadías de Ariel Sharon, el jefe de la oposición.  Su visita al Monte del Templo -también llamada Explanada de las Mezquitas- tras el fracaso de la conferencia de paz de Camp David entre Barak y Arafat, había desatado una ola de acontecimientos violentos que se intensificaban cotidianamente.  La muerte del niño palestino  Muhammad al-Dura durante un intercambio de fuego en el cruce Netzerim, la muerte del policía de fronteras Madhat Yussef por pérdida de sangre en la tumba de Yossef en Naplusa y el linchamiento de dos sodados israelíes reservistas en el destacamento de policía de Ramallah cerraron de un portazo todo intento de reconciliación y de negociación.  Después de eso, los palestinos introdujeron una innovación mortal en el panorama del conflicto.  Los atentados suicidas se cobraron cientos de víctimas entre civiles y soldados israelíes y Sharon, ahora como primer ministro, salió a la batalla contra los nidos de organizaciones terroristas palestinas en Jenin y Naplusa y acorraló a Yasser Arafat en la Muqata, en Ramallah.

Informar sobre estos hechos se había convertido para entonces en la parte sustancial de mi trabajo en radio, televisión y prensa escrita.  Los ataques suicidas proliferan por supuesto, sin previo aviso.  Trabajaba ininterrumpidamente y era importante conocer los detalles, especialmente el número de víctimas mortales, las dimensiones de la destrucción y la intensidad de la respuesta israelí.  La violencia genera altos índices de audiencia y los editores querían ante todo conocer las cifras nefastas para decidir en qué orden colocar la noticias en la programación.

Aunque ese era mi trabajo, la situación me afectaba en forma personal:  Ayalá y yo criábamos a tres adolescentes que asistían a escuelas en Jerusalén y viajaban diariamente en transporte público o haciendo autostop con los vecinos y varias veces por semana los íbamos a buscar nosotros mismos.  

Caminaba con Tanya por la ciudad más tensa del mundo pero de repente perdió el interés en nuestra conversación y dirigió sus ojos de fotógrafa hacia un par de zapatos en el escaparate de la zapatería «Freeman y Bain», en el ¨edificio de los pilares¨. 

¨Sorry Michael, estos los quiero para mí», alcanzó a decirme antes de desaparecer dentro del local.  Me quedé afuera, acostumbrado al destino del hombre que espera a una mujer a la puerta de un comercio.  Ayalá habría hecho lo mismo si una prenda de vestir le hubiera atraído de repente desde una vidriera.  Transcurridos menos de cinco minutos salió, calzando zapatos chatos de cuero marrón con cordones.

«Qué los disfrutes» le dije. 

«Todavía no me resultan de lo más cómodos, necesito acostumbrarme», respondió en tono no muy convencido, «me quedan un poco ajustados pero son abrigados y necesitaba un par así». 

Tanya caminó con pasos medidos como si estuviera comprobando la superficie del suelo y después de unas decenas de metros entramos a un café.  Había unas diez mesas en el lugar, la mayoría vacías, pedimos dos tazas de café en el mostrador, las recogimos y nos sentamos junto a una  ventana.  Pero antes de alcanzar el primer sorbo, nos cegó un gran destello.  Un instante después oímos una explosión ensordecedora y resonante, luego un silencio absoluto que se prolongó por el tiempo infinito de unos segundos.  Tembló todo, la espuma del café de Tanya saltó de la taza y la ola de expansión que irrumpió inesperadamente a través de una ventana entreabierta me dió una trompada en el estómago y tiró sillas, saleros y cubiertos al suelo y casi también a nosotros.

En un movimiento instintivo nos abrazamos y sus cámaras se apretaron entre nosotros.  Tanya se recuperó rápidamente.  Sacó un billete de veinte, lo arrojó sobre la mesa y salió corriendo a la calle y yo tras de ella.

La explosión fue en la zapatería, cuyos únicos restos intactos le apretaban a Tanya ahora en los pies.  Las cajas de calzados se dispararon de los estantes y se quemaron y decenas de pares destrozados quedaron diseminados por la acera y la calle destacando su colorido junto a vidrios y metales rotos, objetos manchados de sangre y personas heridas.  Un zapato rojo de taco alto permanecía de pie, buscando a su pareja.  La destrucción era absoluta y hasta las cabinas telefónicas arrancadas de su sitio estaban destrozadas.  A lo lejos empezaron a oírse sirenas de ambulancias y de patrulleros.  O era el chillido nervioso de los sistemas de alarma de las tiendas y de los coches, sacudidos por la fuerza de la explosión.

Corrimos.  Decenas de personas corrían junto a nosotros, algunas hacia el lugar de la explosión, la mayoría en dirección opuesta.  La gente gritaba, lloraba, caía.  Una jovencita de la edad de mi hija abrazaba a su madre que yacía en el suelo cubierta de sangre.  Un anciano permanecía inmóvil, de pie en medio de una escena tomada como del infierno de Dante y parecía que no desempeñaba en ella ningún papel.  Un olor acre a pólvora, a azufre y a sangre se apoderó de la atmósfera.  Todo estaba desgarrado, herido, envuelto en humo.  Mucha gente yacía en el suelo, algunos sollozaban, otros guardaban silencio, atónitos. 

Yo ya había visto los terribles resultados de una explosión en la ciudad, la horrible visión de un autobús incendiado, su carrocería deformada y retorcida por la fuerza de expansión y junto a él ya depositadas decenas de bolsas blancas con los cuerpos sin vida de las víctimas, pero nunca había estado tan cerca del suceso.  Todavía me zumbaban los oídos y los latidos de mi corazón corrían a ritmo alocado.  Saqué el grabador a cassette de mi bolso para grabar sonidos de fondo para  el próximo reportaje de radio pero también acudí a ofrecer ayuda, mezclando completamente mi tarea profesional con la compasión, resquebrajando la campana de cristal que había construido a mi alrededor para no involucrarme emocionalmente en el sangriento y prolongado conflicto entre los pueblos.  El olor a carne quemada penetró mis fosas nasales y de repente sentí mucho frío.

Pasaron varios minutos hasta que llegó la policía y cerró toda la zona y aunque presenté una identificación de periodista me apremiaron a que pasara la cinta de marcación.  

Más tarde, cuando salí de la conmoción y transmití por televisión, destaqué que era el primer ataque perpetrado por una mujer suicida.  Fuentes palestinas dijeron que «la mártir era una estudiante de la Universidad al-Najah en Naplusa».  Había sorprendido a las fuerzas de seguridad de por sí tensas, que no sospechaban de mujeres y seguían los movimientos de jóvenes palestinos o, como ya había ocurrido en el pasado, disfrazados de ultraortodoxos, tarea difícil en una ciudad donde un tercio de los residentes son ultraortodoxos y un tercio árabes.

Numerosas ambulancias acudieron al lugar y los paramédicos atendieron a los heridos.  Llegaron también vehículos de la empresa funeraria y desde donde yo estaba pude contar dos sacos blancos.  Más tarde supe que eran los cadáveres de una víctima y de la terrorista suicida y que había más de ciento cincuenta heridos.

En el tumulto perdí el contacto visual con Tanya.  Más tarde me dijo que no recordaba el momento en que empuñó la cámara y empezó a tomar fotografías, que intentó ofrecer ayuda, que le dió a alguien su botella de agua y que abrazó a una mujer para consolarla.  Sólo cuando llegó a su computadora y abrió las fotos en el programa de edición para buscar las mejores, escribir frases descriptivas y transmitirlas a la agencia de noticias, entendió que durante muchos minutos había sido la única fotógrafa en el lugar y que tenía imágenes exclusivas.

«Sentí el peso excesivo de mis cámaras, pero las imágenes de sangre y destrucción que llenaban las tarjetas de memoria me pesaban más», me dijo por teléfono cuando la llamé para asegurarme que estaba bien y para sacudir mis propios sentimientos de miedo, rabia y tristeza.  «Y sólo por la noche me quité esos horribles zapatos que compré en Freeman», dijo de repente, «me dolían en el alma».

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