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Por José Charbit

Caminando cuesta arriba todo el tiempo, sin esperar de nada ni de nadie, me fui aproximando a un bosque lejano y solitario, lleno de arbustos, pinos y eucaliptos, justo en época de primavera. El reflejo del sol en la cúpula de los árboles, se encandilaba en mis ojos, no era suficiente el no haber llevado lentes de sol, también denunciaba una tortura que se incrementaba a medida que me internaba en el bosque.

¿Que buscaba?  ¿A dónde quería llegar?  ¿Qué era lo que me atraía tanto? Tal vez, la mera incertidumbre de no saber cuándo iba a regresar. Si es que regresaba.

Mi hija mayor ya me lo había anticipado: «¡Papá, no podés hacerlo”!

Quien hace caso a su hija, cuando hasta no hace mucho, era yo el que decidía si algo estaba bien o mal…

«Quiero verificar algo» contesté con voz llena de inseguridad.

«Ya no tenés edad para esas cosas» replicó mi hija.

Antes de salir de casa, tal vez por última vez, me abrazó diciéndome algo al oído que no terminé de comprender. Probablemente fue algo así, como: «Te quiero, papá».

¡Qué inocente fui, como pude creer que la soledad es lo mejor que le puede pasar a una persona como yo!

Cuando uno está lleno de amor, de afecto, incluso de felicidad, uno cree que es asfixia. ¡Que equivocado estaba, que lejos de la verdad!

El ruido de mis pasos se confundía con la hojarasca. La tierra todavía húmeda de la noche anterior, hacía que mis pensamientos se hundan más profundamente.

¡Tenía que encontrarlo!  Un anciano me había revelado que en ese bosque se hallaba enterrado un tesoro, dándome en secreto un mapa viejo, doblado en varias partes, casi roto por los años.

No tenía ningún elemento o herramienta que me ayudase en mi objetivo, salvo el mapa, escondido en un bolsillo. Si mi hija hubiera sospechado de algún objeto «extraño”, me hubiera convencido de no salir.

Yo sabía que había una cruz identificando el lugar. Y una fecha tallada en el mismo árbol que me remontaría a la época que fue enterrado.

Pasadas unas horas de caminata extenuante, el calor del mediodía caía rigurosamente. Dos sándwiches y una cantimplora de agua fresca eran mi único alimento.

Decidí hacer un descanso merecido, sentándome debajo de un árbol bien frondoso. Por primera vez después de varias horas, sentí el placer de las hojas apantallándome el cuerpo, una brisa hermosa.

Cuál fue mi sorpresa cuando después del descanso y la comida, mi cabeza apoyada débilmente en el tronco del árbol se negaba a seguir en esa posición. Sentí que mi cabello se enredaba en el caucho viejo del tronco, forzando a darme vuelta para zafarme de él, y entonces vi trazada una cruz de una manera muy sutil, como si el que lo hizo no hubiera tenido tiempo de afirmar el cuchillo. Inmediatamente debajo del trazo se identificaba una fecha en números romanos: X-XII-MCMLXIV-.

¡Fue en el siglo anterior, pasaron casi sesenta años! Estaba seguro que una fuerza superior me ayudó a encontrar el lugar, de otra forma  hubiera sido imposible. De inmediato saque el mapa para corroborar el sitio, y en el dibujo se podía distinguir una cruz tallada en un árbol, y alrededor una especie de lago, que con el tiempo pareciera que se secó.

El lugar existe, me dije para mí mismo, satisfecho del hallazgo, solamente habría que haber traído alguna herramienta para desenterrar el posible tesoro, pensé sin mucho convencimiento.

Lleno de energía renovada, después del milagro encontrado, con mi cuerpo irrigado, puse manos a la obra, propiamente dicho, con ayuda de dos piedras del tamaño de una pala, empecé a cavar, sin cansarme al principio, y lentamente, con las gotas de transpiración cayendo sobre mis ojos, fui haciendo un pozo de unos treinta centímetros de profundidad, alrededor del árbol.

Es increíble de donde salen fuerzas, cuando la ilusión de enriquecerse en poco tiempo, hace que uno perfore un pozo con sus dos manos, llegando a tocar algo que podría ser algún metal precioso, o algo de esa naturaleza.

Cuando percibí más de cerca que el tesoro podría ser mío por fin, no deje de hurgar la tierra, con fuerza endemoniada, hasta encontrar lo que quería, supuestamente.

Con todas mis ganas, arranqué algo que parecía estar pegado a algo mucho mayor, descubriendo que el tal tesoro era un cuerpo que yacía allí, profundamente debajo del árbol, mezclado con sus raíces. Lo que ahora tenía en mis manos no era sino un hueso, de lo que alguna vez fue el brazo de un ser humano.

Ya atardeciendo, y con mis piernas temblando de miedo, frío y sudor, devolví el hueso a su oscuro lugar, junto a sus otros miembros, echando con lo poco que me quedaba de fuerzas, la tierra que había sacado con mis manos y huyendo del lugar con el último dejo de aliento… Cuando mi hija mayor me abrió la puerta, asombrada de encontrar a un padre desconocido, sucio y con una palidez de muerte, solo atinó a decirme: «Papá, ¡volviste más rápido de lo que pensé!”. Y abrazándola suavemente, le susurre al oído:  «¡Ay, hija, no sabes lo que extrañé la vida!».

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