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Por Ricardo Lapin

“Cuando el ladrón llega, se dedica a robar, matar y destruir”

Juan 10:10

Padre fue quien marcó mi formación y mi conducta. Siempre fue un soberbio tramposo: a mi madre la engañaba con prolijidad y decoro, porque los escándalos manchan la vida privada y no hay cosa peor que estar en boca ajena como una broma, con maldad y desprecio. En los negocios, así levantó su imperio, con galante y cordial aplomo, engañando a sus socios, destruyendo a la competencia, pisando a sus clientes. Pero siempre, siempre, cuidando las formas. Ya adolescente, me introdujo en el negocio familiar, y allí fue donde asimilé que era imposible confiar en nadie. Una a una Padre anuló a mis novias diciendo que no me querían a mí sino a nuestra fortuna. Fuera de directivas y especulaciones financieras, Padre también me entrenó en el ajedrez, con religiosas partidas durante los fines de semana. Parafraseando a Kasparov, Padre decía que el ajedrez imita la vida, ya que como en la realidad, es necesario analizar y descartar, organizar el pensamiento y el sentimiento, prever las acciones posibles, afilar la intuición, tener soluciones ante sorpresas, saber sacrificar con ganancias y estudiar todas las variantes posibles, ser capaz de fingir en forma convincente y, lo más importante, entender las facultades del adversario para usarlas en su contra. Como en la vida, no hay tregua ni cuartel, se supedita todo al rey porque hay jerarquías.  Y se debe ser muy pragmático en la vida pues “a rey muerto, rey puesto”, nadie llora por los perdedores. Padre realmente creía todo esto y me consta que me lo transmitió para que sea “Jr.”, para que triunfe en la vida como él lo hizo, y lo cierto es que aprendí a desconfiar pero internamente, estaba sediento de una buena palabra, una inocente sonrisa, un sincero agradecimiento o aprobación. Padre falleció de un paro cardíaco y yo -el primogénito- entrenado durante quince años para ese momento, me hice cargo de la empresa familiar, que era un imperio financiero. Lo primero fue congeniar con el equipo de gente que recibí en herencia: fui advertido de ser duro, porque ante un brillo de debilidad recibiría una puñalada certera en un pasillo de la torre que pertenecía a la empresa. Lo segundo fue elegir un tesorero que fuera de confianza y mi mano derecha, porque el tesorero es la Reina en la que el Rey apoya su estrategia y martillo de sus decisiones, posee casi tanto poder como el rey con una única diferencia semántica: que rey hay uno solo. La cantidad de tesoreros que traje e intenté colaborar fue enorme, creo que ocho o nueve. Los tuve a prueba por largas temporadas, dejándoles pequeñas tentaciones y trampas, como unos dinerillos abandonados en un cajón, o transacciones en negro, o envíos monetarios a Suiza y las islas Caimán. No sabían que, aunque en apariencia era dinero ilegal y sin datos, cada billete estaba numerado y controlado, sus computadoras seguidas por mí con un virus troyano, viendo correos electrónicos, acciones y transacciones. Y viéndose poderosos y sin sentir mi aliento en sus nucas, uno a uno decidieron dar un mordisco o abrir cuentas privadas, o derivar parte a sus bolsillos. Así fue hasta que llegó Ferrán. Sus datos eran impecables como los de todos, pero no se tentó con ningún anzuelo, haciendo su trabajo con disciplina y fidelidad. No estaba casado y se entregó a la empresa con devoción. De a poco comenzó a ser mi mano derecha, mi confesor y, casi diría, mi primer amigo. Siempre estaba allí sereno, con su sonrisa franca, con su opinión filosa y sin dudas ante grandes transacciones, siempre exitosas. Un día me trajo un par de libros de ajedrez. “Lo que su padre le enseñó es cierto, pero en la vida también hay creatividad y placer, otros caminos por conocer, aunque no sean los nuestros”. Lloré de emoción y alegría al ver jugadas magistrales. Me sentí persona, con emociones en mi interior. Al poco tiempo la conocí a Johana. Envié a Ferrán a seguirla, pero investigué también por internet. Una muchacha que creció desde abajo, con ímpetu y energía, ganó becas y superó puestos. Pero además humilde, sincera, siempre diciendo sus opiniones, aún de mí, sin medir consecuencias. Me enamoré de ella y ella de mí. Mi vida pasaba del gris metálico a tener tonos cálidos, pasteles, dorados. Nos casamos al medio año y a pedido de ella, compramos un terreno a cien metros de la playa para construir nuestra mansión. Ferrán se encargó de todo con devoción y me traía planos y contratos para firmar, y en doce meses ya estaban los decoradores terminando todo. A pedido de Johana no viajé jamás al proyecto, para darme una feliz sorpresa al tener la casa terminada. Hace una semana sucedió. Ferrán no se presentó al trabajo, no contestó teléfonos. Johana lo mismo. Pánico, sudor frío. Viajé con custodios a ver la mansión en el balneario: no había nada. Revisé los planos, y allí lo comprendí todo: había comprado dos hectáreas a cien metros de la playa, pero mar adentro. Ferrán y Johana, o como sea que se llamen, escaparon juntos con mi dinero. La policía revisa ahora todos los papeles, contratos, fondos y acciones, mientras yo estoy sentado casi catatónico por lo sucedido. Abro uno de los manuales de ajedrez que Ferrán me diera y veo una dedicatoria sin firma: “Cuidado con la celada de Reina”.

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