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Por Daniel Golan

Carmit, una joven dentista con un futuro prometedor, atendía a sus pacientes en su lujosa clínica ubicada frente a una de las plazas más prestigiosas de la ciudad, Kikar Ha Medina, que su marido, el millonario Randolf Calinof, veinticinco años mayor que ella, le instaló con el instrumental más avanzado existente. Él era un esposo muy generoso, pero a ella no le alcanzaba, necesitaba emociones que encendieran su corazón, que la excitaran. La vida con Randolf se había convertido en tediosa, pero Carmit no estaba dispuesta a abandonar una posición tan conveniente.

Cuando Sharón Colbert, el arquitecto que había diseñado la clínica para ella entró en la sala de espera, había solo tres pacientes aguardando. El lugar era muy acogedor, las paredes pintadas de color durazno  pálido y con cuadros pintados con pastel.

La música ambiental era relajante, pero no lo suficiente para calmar la tensión de los que esperaban su turno, excepto por Sharón que estaba muy sereno. En ese momento recibió una llamada, era su esposa. Contestó apenas en susurros.

-Querida, no puedo hablar, estoy en una reunión muy importante, va para largo. Te llamaré en cuanto pueda.

Dicho esto cerró la comunicación y apagó el teléfono.

Cuando salió el paciente que había sido atendido Carmit se asomó para invitar al siguiente a pasar y al ver a Sharón esbozó una leve sonrisa y un guiño casi imperceptible que solo él advirtió.

Cuando ya todos se habían marchado y quedaban solo ellos dos, Sharón cerró la puerta de entrada con cerrojo y se dirigió al consultorio, se acercó a Carmít, se abrazaron y se besaron con pasión.

Al cabo de veinte segundos ella se separó de él.

-Dame unos minutos por favor, tengo que ordenar  un poco aquí y enseguida estoy con vos. Si querés andá a la cocina y preparate un café.

-No te preocupes, yo me arreglo.

Él volvió a la sala de espera, sacó su celular y comenzó a revisar su correo electrónico.  

No habían pasado diez minutos, ella salió a su encuentro, lo tomó de la mano y lo urgió a que la siguiera al cuarto contiguo  donde habían un diván y una pequeña mesa ratona.

Como poseídos se unieron en un torbellino apasionado. Empezaron a desvestirse el uno al otro hasta que solo hubo roce de piel sudorosa aumentando la excitación, cayeron sobre el diván en una danza frenética. Era tal la exaltación, que ninguno de los dos percibió las cámaras ocultas diseminadas por toda la estancia ni llegaron a escuchar el clic del detonador  inalámbrico adherido a un costado del tanque de gas de la cocina.

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