La encontré de cuclillas detrás de la puerta del armario. Medio desnuda. Respiraba con dificultad un resuello entrecortado y agitado.
-Ya pasó, estoy acá…
Me senté en el suelo a su lado, estrechándola entre mis brazos.
-Vino otra vez –leí en sus labios desdibujados.
-No hay nadie, tranquila.
-¡La maleta! Es mejor que…
-No tenés que ir a ningún lugar –interrumpí acariciando su cabello cano.
Sus pupilas estaban dilatadas y su cuerpo se sacudía con espasmos y escalofríos. Durante años, se había defendido con un cuchillo afilado. Hasta de ella misma. Las manos le quedaron marcadas. Y a pesar que el peligro ya era solo imaginario, las cicatrices le sangraban de verdad. Mantenía su pelea contra un adversario sin rostro. Cada tanto se volvía a enfrentar al leviatán, escoltado por los gigantes de viento. Monstruos de cuatro, seis y nueve cabezas la acechaban inesperadamente en medio de la nada.
Masajeé sus piernas agarrotadas y la ayudé a incorporarse. Lo hizo con lentitud. Respiramos juntas cómo nos enseñó la terapeuta. Inhalando profundo y exhalando, como si sopláramos tres deseos por una caña delgada.
-Bebe agua, de a sorbos pequeños, mamá…
La recosté en su cama y besé suavemente su mejilla.
Apenas se durmió, me quedé un rato perdida a través de la ventana. A lo lejos, en la penumbra de la noche que caía, divisé la sombra de un uniforme militar.