Cuando uno nace en un país tropical como Venezuela, donde no existen cuatro estaciones sino una eterna primavera, pensar en cambios de temporada es cuestión de la televisión. Por ejemplo, en un viaje que hizo mi mamá a Atlantic City, en Estados Unidos, nos trajo la novedad de que fue a la playa y en la playa… ¡hacia frío! Por el contrario al año siguiente, cuando hizo un viaje guiado a Israel en el mes de julio, regresó contándonos del calor del verano en Israel y de allí en adelante la frase que escuchábamos de ella al referirse a ese país era: “el calor de Israel”.
Nadie me contó del frío de Israel.
Cinco años después, cuando emigré a Tierra Santa, llegué en el mes de enero, a la ciudad de Jerusalen.
Es decir, al frío, mucho frío… ¿y traía ropa de invierno, algún abrigo? Ni hablar.
En esa época conocí a mis primeras amigas, eran argentinas. Ellas sí sabían de temporadas, y me enseñaron a vestirme «por capas» en el invierno, como una cebolla.
Yael, una porteña, me comentó: “Fíjate, nosotros no venimos de un país tropical, pero llegamos a este Israel frío después del calor de Buenos Aires en verano.
-¿Verano en enero? – me asombré.
Ese fue mi segundo descubrimiento climático: que las temporadas en el cono sur son contrarias a las tradicionales imágenes de Santa Claus en diciembre.