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La descripción del protagonista del libro “El Hablador” de Mario Vargas Llosa, cuando el narrador lo presenta, es una perla que utilizo a menudo en los talleres para ejemplificar como un autor «muestra» al lector un personaje y le permite también «escucharlo», le crea un lenguaje propio (breve extracto)

«SAUL ZURATAS tenía un lunar morado oscuro, vino vinagre, que le cubría todo el lado derecho de la cara y unos pelos rojos y despeinados como las cerdas de un escobillón. El lunar no respetaba la oreja ni los labios ni la nariz, a los que también erupcionaba de una tumefacción venosa. Era el muchacho mas feo del mundo; también, simpático y buenísimo. No he conocido a nadie que diera de entrada, como él, esa impresión de persona tan abierta, sin repliegues, desprendida y de buenos instintos, nadie que mostrara una sensillez y un corazón semejantes en cualquier circunstancia. Lo conocí cuando dábamos los exámenes de ingreso a la Universidad y fuimos bastante amigos -en la medida en que se puede ser amigo de un arcángel- sobre todo los dos primeros años, que cursamos juntos en la Facultad de Letras.

El día en que lo conocí me advirtió, muerto de risa, señalando el lunar:
-Me dicen Mascarita, compadre. A qué no adivinas por qué.

Con este apodo lo llamábamos también nosotros, en San Marcos.
Había nacido en Talara y compadreaba a todo el mundo. Palabras y dichos de la jerga callejera brotaban en cada frase que decía, dando incluso a sus conversaciones íntimas un aire de chacota. Su problema -decía- era que su padre había ganado demasiado con el almacén del pueblo, tanto que un buen día decidió trasladarse a Lima. Y desde que se habían venido a la capital, al viejo le había dado por el judaísmo. No era muy religioso allá en el puerto piurano, que Saúl recordara. Alguna vez lo había visto leyendo la Biblia, sí, pero nunca se preocupó de inculcarle a Mascarita que pertenecía a otra raza y a otra religión que las de los muchachos del pueblo. Aquí en Lima en cambio, si. ¡Qué vaina! A la vejez viruelas, o mejor dicho… la religión de Abraham y Moisés. ¡Pucha! Nosotros éramos unos suertudos siendo católicos».

Para entonces, sin la menor duda, ya había descubierto lo que le interesaba en la vida. No de manera relampagueante ni con la seguridad que después, pero en todo caso, el extraordinario mecanismo ya estaba en marcha y pasito a paso, empujándolo un día acá y otro allá, iba trazando ese laberinto en el que Mascarita entraría para no salir jamás.

Y yo me di cuenta de ello a raíz de un incidente en el billar ocurrido a los dos o tres años de conocernos…»

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