“Llovía y llovía” como dice la canción, pero también llovía en mi corazón. Aquel día de lluvia intensa, cuando en el ventanal se estrellaba el granizo y ponía mi alma a temblar, tuve que asumir el mayor reto de mi vida: quedarme sola con mis cuatro hijos, al escuchar que Sebastián, mi esposo, me decía:
-Ana, lo que voy a hacer no te va a gustar ni poquito.
Lo miré como quien se enfrenta a un espejismo del horror. Tenía los pelos de punta y una cara de haber llorado antes de abordar el tema. Sus ojos -de por sí pequeños- ya se veían como una ligera raya en el rostro. Se le dibujaba una peligrosa tristeza.
-Ana me voy… ya tengo la maleta en el carro.
Lo observé extrañada. ¿De qué podía estar hablando? Si habíamos estado juntos durante veinte años en una relación que la gente envidiaba. Inclusive habíamos asistido a varios programas de televisión de la “Pareja más pareja”, ganando todos los premios durante varias semanas. Se nos reconocía en la calle y las personas
se acercaban para felicitar por lograr una unión fuera de lo común.
-¿A ver cómo lo hacen? era la pregunta obligada.
Y la respuesta era.
-Con mucha comprensión y saber hacer concesiones.
Esas imágenes golpeaban mi mente, mientras la lluvia se hacía a su propio canto con bemoles que bien podían asustar.
-Te dejo los niños y la casa. Voy a buscar otra vida para sentir que la juventud no se ha escapado de mi cuerpo.
De nuevo me veía frente a un orate. ¿Qué me estaba contando este hombre? Si la noche anterior había poseído mi cuerpo con el frenesí que se le reconocía a nuestros encuentros.
-¿De qué me hablas, Sebastián?- contesté con asombro.
-Que me voy a buscar otra …
-¿Qué tienes otra?
-No, no- mintió, como lo suelen hacer los llamados “machos” cuando su valentía se ve mermada frente a la verdad. -Quise decir… otra vida, como ya te lo expresé- repuso tratando de buscarle acomodo al embuste.
En aquel momento todo traicionaba su discurso. Parecía incoherente.
Con entereza, tuve que visualizarme sola a cargo de mis críos, porque una vez que se largó, renunció a sus compromisos y empezó una nueva existencia oculta, que se hizo evidente cuando anunció que la mujer en cuestión estaba en embarazo y que se tenía que casar. Rápidamente le di el divorcio porque rogar amor no es del buen entender de los asuntos de la sabiduría. Ella impone su voz para decir que un ciclo se termina y otro de seguro está por comenzar. Ni siquiera traté de retenerlo con argumentos de peso como: ¿cómo le puedes hacer eso a tus hijos? o ¿qué pasó con nuestro amor? O aún: ¡no te da vergüenza andar en esas a tu edad! La incertidumbre asomaba su viso con sus propias lágrimas y la estrechez de un clima sombrío, pero había que dejarlo partir, como lo hace la lluvia cuando se cansa de azotar suelos, techos, praderas, calles, montañas, mares, recuerdos y olvidos.