La música emanando de la radio del coche reflejaba el cansancio del fin de semana. Regresaba a casa por la carretera de montaña, arrastrándome tras un camión pesado y lento que despedía un humo negro, que amenazaba con penetrar en mis fosas nasales cada vez que el conductor cambiaba de marcha. Era viernes de octubre, a las cuatro de la tarde, horario de invierno. El cielo brillaba rosado por el oeste, el descanso sabático estaba a punto de comenzar y la ciudad de Jerusalén casi se había cerrado tras de mí cuando decidí regresar.
Había estado la mayor parte del día tras la «reja de prensa» frente a la Oficina del Primer Ministro. Era un rectángulo cercado por vallas metálicas y un techo de asbesto y en su interior dos gradas para los trípodes de las cámaras de televisión. Pasé también horas en los lujosos pasillos del Hotel King David, buscando información sobre las reuniones entre el secretario de Estado estadounidense, James Baker y el ministro de Asuntos Exteriores soviético, Boris Pankin, con los dirigentes israelíes.
Encendí un cigarrillo sin apartar la vista de la carretera. El comentarista político de la radio “Reshet B” decía que era una lástima que el Primer Ministro y el Ministro de Asuntos Exteriores del Estado de Israel, Yitzhak Shamir y David Levy, no se hablaran entre sí. Los ministros visitantes actuaban de palomas mensajeras entre ambos para intentar persuadirlos a que acepten la participación de Israel en una conferencia de paz, junto a los países árabes. Yo albergaba la esperanza de ser enviado a cubrirla, dondequiera que fuera.
Desde la sorprendente templanza exhibida por Shamir frente a las decenas de misiles disparados por Irak contra Israel en enero y febrero de 1991 -lo que facilitó una coalición de Estados Unidos y sus aliados árabes contra Saddam Hussein para expulsarlo de Kuwait ocupado- el presidente estadounidense George H.W. Bush intentó aprovechar las circunstancias para convocar a una conferencia internacional de paz, con el fin de resolver el conflicto israelí-palestino.
James Baker había visitado Israel nueve veces en catorce viajes a la región, tratando de revertir las negativas de tres líderes obstinados: el palestino Yasser Arafat, el sirio Hafez Assad e Yitzhak Shamir. Este último enfrentaba también el acoso de miembros de su partido, que intentaban destituirlo.
Durante las últimas semanas se habían multiplicado los rumores que centraban a la conferencia cumbre en la ciudad suiza Lausana, y yo había insistido a los ejecutivos de COPE, la radio madrileña para la que trabajaba, que reservaran hotel allí, en la también denominada ¨capital olímpica¨, porque eso es lo que todos estaban haciendo y las habitaciones de hotel se iban agotando.
«Eran jóvenes amantes en los momentos más bellos de su vida», cantaba con entusiasmo la voz inconfundible de Zvika Pick por los altavoces del coche, pero la canción se detuvo en la mitad de una palabra, cuando comenzaron a sonar los pitidos que anunciaban las noticias urgentes. En un gesto pavloviano, extendí la mano a la radio y subí el volumen. ¨El secretario de Estado Baker y el ministro ruso Penkin han logrado acortar las distancias y convocan ahora, minutos antes del comienzo del Shabat, a una rueda de prensa en el hotel jerosolimitano¨, anunció el locutor. ¨La transmitiremos en directo¨.
Ya no tenía tiempo para regresar.
A través del humo negro avisté un sendero de desvio al bosque pocos metros frente a mi y me detuve para tomar notas. Una larga columna de vehículos me pasó zumbando.
Sin más preámbulos, el Secretario de Estado Baker lo anunció: «Las partes han acordado reunirse en una conferencia internacional de paz organizada por mi amigo, el Presidente del Gobierno español, Felipe González, el próximo 30 de octubre en Madrid». Dejé escapar un grito de sorpresa, cogí mi teléfono móvil -uno de esos primeros modelos grandes y pesados como un ladrillo- y llamé a la redacción en Madrid. «Ponedme al aire ya mismo», casi grité a mi colega que contestó el teléfono, «la conferencia de paz se celebrará en Madrid». Era como una escena de la película ¨Ciudadano Kane¨ o más aún, ¨Luna Nueva¨ protagonizada por Cary Grant, donde, personificando a un periodista, baja corriendo las escaleras gritando «¡Paren las máquinas!», agitando un texto en sus manos, consciente de que sin él, no tiene sentido imprimir el diario. Mi corazón latía con fuerza, como después de subir corriendo las escaleras.
Para España, se trataba de un acontecimiento de mayor importancia. El aletargado país europeo, que estaba aún recuperándose de décadas de tiranía fascista, se lanzaba de golpe al centro de la atención internacional, ingresando al prestigioso club de los influyentes. Preparé un informe más detallado para el siguiente boletín informativo y pocos minutos después recibí una llamada del jefe de noticias: «Haz la maleta», me dijo, «Vienes a cubrirlo desde aquí».
Era 18 de octubre. Faltaban menos de dos semanas para la conferencia y yo estaba conmocionado. Como corresponsal extranjero trabajando en castellano, no había tenido la oportunidad de conseguir muchas primicias. Los políticos israelíes eran generosos al proporcionar información exclusiva, pero casi únicamente a medios influyentes y en Inglés, tales como el New York Times o el Washington Post o CNN. Era también muy difícil competir con la celeridad de las grandes agencias de noticias como AP o AFP o REUTERS. Pero la emisora de radio que yo representaba en España era la primera en anunciar la noticia sensacional en ese país, de mi propia boca. Un importante diario de Madrid me felicitaría al día siguiente, por irrumpir al aire con la noticia.
Al acceder a participar en una conferencia internacional de paz para mantener conversaciones directas con sus enemigos -mientras fuerzas israelíes y manifestantes palestinos desangraban en una violenta ¨Intifada¨- Israel mejoraría sin duda su imágen internacional. Sin embargo, los rivales internos de Itzjak Shamir exigían su renuncia. El primero en alzar la voz en su contra, el ministro y General retirado Ariel Sharon, declaró que «ésta no será una conferencia de paz, sino una conferencia de guerra». Pero Shamir se sobrepuso una vez más, y aunque la invitación oficial había sido cursada a ministros de Asuntos Exteriores, el Primer Ministro contravino el protocolo y viajó él mismo a Madrid. El ofendido David Levy se quedó en casa y envió a su segundo, Benjamin Netanyahu, al palacio del rey Juan Carlos.
Inmediatamente después de aterrizar en Madrid, tomé un taxi hasta la emisora, próxima a la Plaza de Cibeles. Trabajaba con ellos desde hacía menos de dos años y aún no había tenido la oportunidad de viajar a Madrid para visitar las instalaciones y los estudios. Al cabo de una breve presentación con colegas a quienes sólo conocía de oído, me dieron un teléfono móvil y me asignaron a un técnico y a un vehículo de transmisión. «Vé a la embajada soviética y transmite un informe desde allí», fué mi consigna.
Tras más de una década en el mundo de la radio, era la primera vez que salía a reportar desde el terreno con una unidad móvil y un equipo inalámbrico. Desde mi primer día como corresponsal extranjero, había informado a la distancia, realizado numerosas transmisiones desde el sitio de los acontecimientos, pero la mayoría a través de teléfonos públicos.
El trayecto desde el aparcamiento de la radio hasta la embajada en la calle Velásquez fue corto, no más de diez minutos. El otoño se hacía patente en las calles de Madrid. Las aceras estaban cubiertas de hojas marrones mojadas por la lluvia que no hacía mucho había cesado, y hacía frío.
Paco, el ingeniero de sonido, bajo y robusto de unos cuarenta años de edad, respondió mientras conducía, a todas mis preguntas sobre el equipo técnico del vehículo. Al llegar, detuvo la unidad sobre una acera junto a los de otras emisoras de radio y televisión, trepó al techo del coche y comenzó a levantar la antena telescópica allí instalada. Tratando de controlar mi emoción y mi expectativa, intercambié unas palabras con el técnico de radio de una emisora de la competencia, quien ya había despachado a su periodista en dirección a la embajada y acababa de encender un cigarrillo. «¿Qué pasa?», pregunté. «Pues mira, dicen que la Reina Sofía está tomando el té con Raisa Gorbachov», respondió con un tono de mucha certeza. No tuve tiempo de profundizar en la conversación ni de verificar la información. Paco terminó de instalar la antena, me colgó al hombro un radio transmisor, auriculares y un micrófono y me envió hacia el portón de la embajada. «Escucharás la transmisión; empieza en tres minutos», dijo.
Crucé la calle y me paré frente a la verja de la misión diplomática soviética en España justo cuando la señal de noticias de la emisora comenzaba a sonar en mis auriculares. «Buenas noches a nuestros oyentes en éste emocionante día en el que Madrid se convierte en escenario de acontecimientos históricos, que tienen el potencial de llevar a Oriente Medio hacia un futuro mejor». El presentador era el editor de noticias internacionales, mi jefe directo y hablaba con una solemnidad ostentosa. Otra breve introducción, algunos comentarios, y se dirigió a mí: «Cuéntanos, Daniel, ¿Cuáles son los últimos desarrollos?».
Tenía mucho para decir: en vísperas de la conferencia, Moscú había insinuado que reanudaría las relaciones diplomáticas con Israel, rotas durante la Guerra de los Seis Días en 1967, y la postura moderada y solidaria de Rusia hacia el final de la era comunista, contribuía a la confianza en el éxito de la conferencia. Pero lo que dije fue que «en este mismo momento la Reina Sofía está tomando el té como invitada de la esposa del presidente de la Unión Soviética, Raisa Gorbachov». Era la única información que tenía sobre lo que estaba ocurriendo tras el muro de hierro de la embajada.
La reportera responsable por las noticias del Palacio Real no había informado nada acerca de la salida de la Reina. «¿Estás seguro que Doña Sofía está en la embajada?», me preguntó el presentador en directo, poniendo en duda, con razón, la información que transmitía. No estaba seguro de nada, pero no era el momento para corregir: ¨Ésta es la información que recibí de fuentes allegadas¨, respondí con seguridad.
Y era cierto. La reina Sofía de España estaba en ese momento forjando una nueva amistad con la señora Gorbachov. Una hora después, el editor de noticias se disculpó en directo por dudar de mí.
Así aterricé para días de trabajo frenético, realizando decenas de transmisiones a lo largo de las veinticuatro horas del día. Mis salidas al aire comenzaban por teléfono desde el hotel a las seis de la mañana, a veces desnudo camino a la ducha y continuaban, escribiendo a toda velocidad minutos antes de otro informe, frente al cristal del estudio improvisado en el laberinto de compartimientos, que los españoles lograron organizar en menos de dos semanas en el centro de convenciones IFEMA de Madrid, para todos los medios de comunicación del mundo.
El ambiente en Israel era electrificante. Se estaban viviendo momentos históricos y yo pasé los días previos a mi viaje escribiendo e informando, pero también en un ambiente de expectativa. Antes de la partida de Shamir a Madrid, los movimientos pacifistas israelíes organizaron una gran manifestación en la plaza ¨Malkei Israel¨ de Tel Aviv, con pancartas y globos bajo el lema: «Demos una oportunidad a la paz». La inminente conferencia de Madrid alimentaba las esperanzas de paz de gran parte de la población, pero sosegó la vigilia de la izquierda. Durante los pocos días que duró la cumbre, se congeló la rebelión palestina en los territorios controlados por Israel en la Márgen Occidental y la Franja de Gaza y se publicaron fotografías de niños palestinos decorando los jeeps blindados del ejército israelí con ramas de olivo. Pero el diálogo directo con la OLP (Organización de Liberación Palestina) estaba aún prohibido por Ley. Canciones de protesta contra la ocupación de los territorios, como «Jad Gadiá» de Hava Alberstein y «Ajareinu Hambul» de Nurit Galron -quien también recibió amenazas de muerte- estaban prohibidas en Radio Israel. Tras una breve pausa se reanudó la intifada, y a pesar de las promesas de funcionarios israelíes de no hacerlo, las partes mantuvieron negociaciones bajo fuego.
El centro de convenciones al norte de Madrid, próximo al aeropuerto de Barajas, se asemejaba a un nido de hormigas. El enorme hangar del recinto ferial estaba dividido en un laberinto de decenas de tabiques insonorizados y el suelo estaba surcado por cables eléctricos y líneas de sonido de todos los colores y grosores. En los numerosos pasillos creados por la división en cubículos, se oía una mezcla de idiomas de todos los rincones del mundo y los periodistas más famosos, tanto en sus países como en el mundo entero, corrían de un lado a otro buscando información. Pero la conferencia en sí, tres días de reuniones y grupos de trabajo, se llevaba a cabo en el Salón de las Columnas del Palacio Real, bajo los auspicios del Rey Juan Carlos. Para convencer al gobierno de Israel a participar en la cumbre, a los palestinos solo se les había permitido asistir, formando parte de la delegación jordana. Los debates y discursos eran estériles. Los líderes de los países se culparon mutuamente y, especialmente a Israel. El Primer Ministro Yitzhak Shamir fue fotografiado durmiendo, por lo menos durante dos de las sesiones.
Pero para mí, fue un éxito rotundo, y muy agotador. Me sentí profesional, eficiente y necesario en la misión. En otra de mis asignaturas, permanecí durante horas frente a la embajada siria, junto a Udi Segal -el enviado de la radio militar israelí, ¨Galei Tzahal¨- para intentar obtener una declaración del ministro de Asuntos Exteriores sirio, Faruk al-Shara, o de algún portavoz de ese país. Unas horas antes, al-Shara había calificado a Shamir de «terrorista», exhibiendo una foto suya de cuando era comandante del grupo ¨Leji¨ (una organización clandestina sionista que combatió al mandato británico en Palestina). Shamir respondió que el discurso del sirio era «al estilo de Goebbels». En este ambiente, la conferencia de paz no tenía muchas posibilidades de éxito, pero el interés mundial era enorme. Además de la radio COPE, yo escribía para el efímero diario madrileño ¨El Sol¨ y el argentino ¨Ámbito Financiero¨.
El estudio improvisado de COPE era un cuadrado de tres por tres metros dividido en dos, con una puerta y una ventana. En el centro había una mesa redonda con varios micrófonos y la misma cantidad de auriculares. Seis o siete sillas tapizadas la rodeaban. En la otra mitad del pequeño recinto, tras otra ventana, dos técnicos de radio supervisaban la transmisión. Nuestro trabajo como periodistas se dividía según las zonas de cobertura. El corresponsal en Washington había llegado para seguir de cerca al Presidente Bush y su comitiva, el enviado a Moscú, a los dirigentes de la Unión Soviética y también estaba presente la corresponsal en el Vaticano, porque la Iglesia siempre tiene algo que decir cuando se trata de Tierra Santa. Yo cubría las intervenciones de israelíes y árabes, de los palestinos que formaban parte de la delegación jordana, de los sirios y de los egipcios. En la mayoría de los casos, adivinaba de antemano más o menos lo que diría cada uno. Tras más de una década en la profesión, la cobertura de dos guerras, el acuerdo de paz con Egipto que incluyó el desmantelamiento de la ciudad israelí de Yamit y la evacuación de la península del Sinaí, y el levantamiento popular palestino que aún no había terminado tras cuatro años, ya era difícil sorprenderme. Sentado en el suelo frente al estudio, escribía mis textos antes de cada boletín informativo, en una pequeña computadora ¨Atari Portfolio¨ con pantalla LCD monocromática y un teclado, que despertaba la curiosidad de todos. Al llegar mi turno me sentaba en una de las sillas frente a un micrófono. Generalmente, estaban todas ocupadas y para hacer sitio, uno de mis colegas que ya había dicho su parte, se levantaba y salía del estudio mientras todos los otros se movían al siguiente asiento, dejando el último libre, como en el juego infantil de sillas musicales.
Quince años más tarde, en enero de 2007, fue invitado por la radio nuevamente a Madrid. La Conferencia de Paz de 1991 había fracasado, pero sin embargo había dado lugar a conversaciones directas y secretas entre Israel y la OLP que derivaron en los Acuerdos de Oslo, en el acuerdo de paz entre Israel y Jordania en 1994 y trágicamente, también en el asesinato de Yitzhak Rabin, un año después.
Pero Felipe González, ya ex presidente del gobierno de España, echó de menos esos días de gloria y convocó una reunión de representantes de Israel y los países árabes, bajo el nombre de «Madrid + 15».
